El humo comenzó a filtrarse entre las tablas desvencijadas de mi casa desde muy temprano. Al asomarme por la ventana apenas pude creer lo que veían mis ojos enrojecidos: las lomadas enteras se devoraban en una marea anaranjada que se acercaba peligrosamente.
Corrí a despertar a mi hijo Pedro, que roncaba apaciblemente abrazado a su osito de peluche. Al ver mi cara lívida, el niño rompió en un llanto desconsolado que cortaba el alma. Mientras lo consolaba, noté que el fuego había alcanzado ya las últimas casuchas de la bajada. Era cuestión de minutos antes que nos alcanzara.Pedro y yo bajamos a toda prisa la quebrada, esquivando llamaradas y troncos ardientes que caían a nuestro alrededor como teas infernales. La gritería era ensordecedora. Vi a doña María hablando sola en un rincón, demencial, mientras su perro ladraba histérico entre las patas. Más allá, don Roberto tiraba de su carreta cargada de muebles, con el rostro contraído por el esfuerzo. Llegamos a la avenida cuando el cielo se volvía de un rojo sangre inquietante. Las lamas trepaban veloces por las chatarras de autos abandonados, envolviendo en sus espirales de humo a cualquier desdichado que no hubiera logrado huir a tiempo. Mi pequeña manito apretaba la de Pedro con fuerza, no fuera a perderlo también entre tanta destrucción.De pronto, emergió entre el tumulto la enorme panza de Policarpo, el gordo del barrio, que agitaba los brazos como asnita desde su camioneta. "¡Súbanse, par de menso' que se nos quema el montón!", gritó con su ronca vozarrón. Pedro y yo nos apretujamos como pudimos en la cabina.A toda marcha, Policarpo recorrió calles enteras esquivando árboles, postes y escombros en llamas. Por los parachoques asomaban las cabezas mudas de varios vecinos, con miradas vacías que ya no distinguían el pasado de las cenizas. Finalmente nos detuvimos en la plaza, el único reducto aún intacto en medio del infierno.Allí el caos era mayúsculo. Familias enteras llorando, ancianos sentados en las bancas como esqueletos, parejas abrazadas, niños perdidos. Al fondo, las llamas crepitaban voraces al ritmo de las sirenas de bomberos y ambulancias. Los helicópteros sobrevolaban la zona como buitres, arrojando agua a discreción.Deambulé entre la multitud buscando rostros conocidos. Alcancé a ver a doña Rosa repartiendo onces, siempre tan servicial aun en la desgracia. Don Emilio tocaba su guitarra triste cantando rancheras. Hasta Policarpo se las había ingeniado para prender un parrillero y repartir choripanes a diestra y siniestra.Al caer la noche, el cielo se tiñó de un anaranjado apocalíptico. Las horas pasaban lentas, grises, entre llantos, rezos, murmullos y el crepitar lejano que recordaba lo inevitable. Para cuando amaneció, apenas quedaban cenizas humeantes del lugar que alguna vez llamamos hogar. Pedro dormía en mis brazos, agotado de tanto sufrimiento.Desde entonces hemos vivido como polillas errabundas de ciudad en ciudad, sobreviviendo como podemos con la caridad ajena. Aunque el fuego lo consumió todo, algo queda aún intacto: la fuerza de la comunidad que se levanta entre ruinas y el calor del abrazo que nos recuerda que, mientras estemos vivos, todavía hay esperanza. Incluso en las cenizas pueden renacer flores.