El sol me taladra la nuca con fuerza sobrehumana. El termómetro del auto marca 42 grados y sigue subiendo. Mi pobre Fiat 147 lucha por avanzar sobre el asfalto fundido que se extiende hasta el horizonte en la ruta 40. Cada pocos metros debe detenerse para que el radiador enfrié sus entrañas de hierro caliente.
Mi nombre es Juan pero todos me dicen "El Loco" desde aquel verano del '98 en que decidí cruzar la Puna jujeña en bicicleta. Ahora voy camino a San Juan buscando algo de alivio para este calor del demonio. Mi compañero de viaje es Roberto, un viejo amigo que conoció días mejores.
-Córte la nafta de una puta vez Loco, vamos a terminar carbonizados acá - protesta Roberto desde el asiento del acompañante con los pantalones cortos empapados en sudor.
Apago el motor a regañadientes y bajo a estirar las piernas. El aire parece una plancha caliente y el pavimento quema mis pies como las brasas de una parrilla. En la lejanía divisamos un almacén destartalado, nuestro único refugio ante la inclemencia del sol.
Al entrar un murmullo de ventiladores nos da la bienvenida. El dueño, Don Santos, está dormido sobre la heladera y ronca como tractor. Su bigote se mueve con cada resoplido.
-Despiértenlo muchachos, queremos unas birras bien frías - grita Roberto pero el viejo no se inmuta.
Reviso la heladera en busca del elixir refrescante y sólo encuentro algunos alfajores rodeados de escarcha. Lo zarandeo con fuerza al tendero hasta que entreabre los ojos con pesar.
-Perdón, se me fue la mano con la cerveza. Solo queda fernet con coca - musita con voz ronca.
Roberto hace una mueca de asco y yo no lo culpo. El calor aprieta y necesitamos algo más potable. Entonces se me ocurre una idea descabellada, como aquellas que sólo se me ocurren cuando el mercurio supera los 40 grados.
-Oiga don Santos, ¿tendrá hielo para enfriar el fernet?
El almacenero asiente somnoliento y saca un bloque del tamaño de un ladrillo del congelador. Roberto me mira como si me hubiera vuelto loco, que no estaría lejos de la realidad. Coloco el hielo dentro de una botella de gaseosa vacía y le agrego el brebaje amargo. Una vez bien enfriado se lo pasó a mi amigo.
-Bebe rápido antes de que se derrita todo - le ordeno.
Roberto duda pero el calor lo vence. Le da un largo sorbo y de pronto sus ojos se iluminan. Una sonrisa se dibuja en su rostro curtido y vuelve a beber con deleite.
-¡Carajo Loco, esto está buenísimo! Es como un licuado del bienestar.
Pronto los tres nos reunimos alrededor de la botella para compartir la nueva invención. Hasta don Santos se anima pese a su avanzada edad. Nunca había visto tanta alegría en aquel paraje árido y abrasador.
De pronto se escucha el motor de un camión que se acerca a toda velocidad. Frena en seco frente al almacén levantando una nube de polvo. Baja el chofer, un gigante con más pelo en el pecho que en la cabeza. Viene sofocado por el calor.
-Muchachos, traigo un cargamento de hielo directo desde Mendoza. ¿Quieren una bolsa antes de que se derrita todo?
No lo dudamos ni un segundo. Cargamos el Fiat hasta el techo con bloques congelados. Don Santos nos obsequia una caja de botellas vacías y pronto armamos la fiesta itinerante más delirante que haya cruzado la ruta 40.