Estoy sufriendo un atentado emocional, mis pulsos caen en coma, mis lágrimas se secan sobre mis pestañas, no quiero dormir, no quiero sufrir, no quiero despertar.
La depresión es la única que me salva de la muerte.
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La depresión se parece tanto a una sonrisa.
Detrás de esa hermosa sonrisa se esconde el miedo, la desesperación, la soledad, la confusión, las ganas de no despertarse nunca.
Ella sonríe como método de defensa, para evitar demasiadas preguntas incómodas y que después no la culpen por haber dejado solo una nota bajo su cama.
Le da su mejor semblante al mundo, porque sabe que él es mil veces más hostil ante la tristeza, por eso se carcajea frente a todos, para que no duden que es aparentemente feliz, para que cuando desaparezca, por lo menos quede una ventana abierta apuntando a sus comisuras.
Se le ha hecho la vida tan amarga y eternamente dolorosa que ya parece un chiste mal contado, ya no le halla sentido a los días, las estrellas perdieron asombro, el arcoíris quedó pálido ante su fragilidad, el aire pesa, la noche cansa, las horas escuecen, y no queda mucho que hacer más que reírse de la nada, como cuando se deja colgada la línea para que ya nadie contesté.
Su sonrisa prolija de esquina a esquina, sus labios pintados de rosa fantasía, sus ojitos escondiendo la evidencia, su disfraz de ser humana valiente, su libreta rayada de palabras que le arañan la cabeza, su cabeza a punto de explotar, ella leyendo lo último en moda, su vida tiritando de terror, su boca abriéndose sin resistirse.
Ella dejó todas las huellas de lo que es la depresión silenciosa, para que sospechen de aquella que no hace más que sonreír sin sentido, ella tomó su último aliento solo para morir discretamente.
