La casa de los ángeles

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Cruzar la puerta era entrar a una nueva tierra. La humedad se abría paso entre las paredes de colores azules y verdes, los hongos parecían huellas de gigante que emanaban un hedor dulce y tan abrumador; ahora sin cortinas y con los vidrios rotos, el mismo viento cantaba y silbaba, el eco de los espacios vacíos se encargaba de darle la acústica necesaria para asemejar la respiración de un ser invisible que se encarga de resguardar, a duras penas, los moribundos cimientos de lo que llegó a ser un hogar.

Al pasar los dedos por las paredes mis yemas se teñían de la pintura que se separaba del friso en busca de un espacio en las corrientes del viento que soplaban su cuerpo deteriorado. Sobre algunas mesas seguían los ángeles de cristal, imperturbables, con sus rostros encantadores y expresiones compasivas; observando, sobre todo, el paso inclemente del tiempo. La capa de polvo sobre los pocos muebles que quedaban, las esporas volando en el interior de los rayos de luz, el conjunto de todo le daba una apariencia fantástica, como si alguien hubiese pintado con gran precisión la belleza del olvido.

Era un extranjero allí. La última vez que puse ambos pies sobre este suelo de esta madera, había decidido huir de las mismas ridículas extravagancias que acabaron con Ella, convirtiéndola en una muñeca hechizada por la adoración y el deseo, por erguirse como la estrella de los ojos de todo quien la miraba.

No consigo entender cómo, de alguna forma, consiguió morir en tanta paz, aun cuando el mundo a su alrededor se desmoronaba junto a su memoria. A penas era capaz de deletrear su nombre y recitar, con perfecta armonía, las notas musicales que alguna vez atraían filas y filas de extraños encantados por la melodía que se escapaba por los ventanales, metiéndose en cada rincón de la calle.

Ella murió. Murió siendo capaz de adherir su esencia en cada metro cuadrado de este espacio inconmensurable; hasta el dulzor de su sonrisa acogedora, a veces perdida, continuaba suspendida entre el polvo, el polen y los ángeles de cristal. Al cruzar uno de los halos de luz sentí la calidez de sus brazos de marfil cubrirme como las alas de un cisne.

Recordarla era, más que doloroso, increíblemente confuso como tratar de ver bajo la profundidad del agua densa y salda. Tan solo consigo pensar en que siempre fue incontenible: demasiado presente en cada lugar, con sus vestidos pasteles con los que flotaba al caminar; demasiado con sus labios rosados siempre curvados hacia arriba dejando a la vista de todos el atisbo de sus hoyuelos y el cabello imposible de sujetar o peinar, con los resortes que se negaban a ser contenidos por cualquier moño o cintillo; demasiado con sus sueños de una casa de colores cercana al cielo, para hablarle al oído a su Dios, a sus Ángeles de cientos de ojos y alas sonrosadas; demasiado con su imagen brillante de la que brotaba una potente voz capaz de acobijar cualquier alma que titiritaba en la oscura desesperanza.

Ahora que todos esos aplausos, derroches y despreocupaciones ya no están, la extraño.

Extraño su desmesura, sus presumidos colores pasteles. Extraño su risa burlona al pelear, pues nada en la vida como la concebía valía la pena un grito, un ceño fruncido o una mala cara.

Y sus abrazos... Extraño cada excusa para abrazar, besar y consentir a cada ser viviente que se le cruzaba por sus ojos maravillados por el milagro de los corazones que laten, la sangre que fluye y el infinito amor que se le fue dado para derrochar. Todos eran dignos de su amor, de su vuelo perfumado de jacintos y sol de mediodía.

El cuadro de flores que le da vida a la sala me miraba y yo le miré de vuelta, debajo está la chimenea que nunca se usó por su miedo a las impredecibles brasas, justo al frente están ambos muebles roídos por la plaga. Arrastré mis pies, el suelo crujía a punto de ceder por completo y absorberme con el resto de la casa. Los rodapiés tienen grietas de las que se asoman pequeñas hierbas.

Más allá del ventanal las delicadas ramas del árbol del paraíso se mueven con las corrientes de aire y es entonces cuando me derrumbo en el sofá a llorar y sollozar como un animal herido. Un animal herido y perdido. Un animal malagradecido que se fue del seno en el que fue acogido con amor incondicional.

El viento que silbaba y cantaba me secó cada una de las lágrimas; empegostado y miserable. Era demasiado tarde, era tan tarde. No había más que hacer, no había visita ni un arrullo que me pudiera consolar y es que ¿quién lo haría? En este fin de mundo, en este preámbulo de ruinas.

Una vez que me recompuse, desmonté el gran cuadro de flores y lo sostuve mientras miraba una última vez esta casa que canta y sigue viva como tú lo estuviste en algún momento antes de irte a dormir. Y me fui, esperando con cada crujido que apareciera tu figura en cualquier rincón, en el moho o la filtración. Esperaba que, una vez más, me pidieras quedarme para, ahora sí, decirte "está bien".

Pero el viento seguía cantando, entre las tablillas y el polvo bailando en los destellos de luz que se colaban. Sin ti. Sin ti porque me fui y tú seguiste impávida, vibrante, encantada por quien fuere, porque nunca me perteneciste y aún necesito de ti.

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