Juntas somos alondras

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Después del último sorbo de café con una pizca de canela servido en su tacita azul cielo, cada sábado por la mañana, Clara escucha el timbre de la puerta anunciando la llegada de Theo quien ya está montada sobre sus patines forrados de calcomanías, un morral morado como resaltador y con una sonrisa de oreja a oreja con la cual saluda a su amiga que, al abrirle la puerta, huele a desayuno caliente y el cabello a la fruta cítrica de su crema para peinar.

Como de costumbre, Clara le pide que espere unos momentos, porque aún no está lista; hace mucho que Theo dejó de reprocharle la impuntualidad y empezó a disfrutar ese tiempo como parte del compartir entre ellas, husmeando la pequeña casa en busca de nuevos cambios o tesoros.

Ya con los patines naranjas puestos y el casco a juego con un par de ojitos de muñeca que se mueven todo el camino por el vibrar del camino, Clara por fin está lista para salir. Ambas atraviesan la puerta y dejan atrás la casita de flores en la ventana y persianas verdes pastel.

Juntas comentan con ilusión todos los detalles sobre la película que vieron la noche anterior, cada una desde la comodidad de su cama; aunque ese mismo día se vieron en el club de lectura y discutieron la trama de la nueva novela negra, pero hoy era otro nuevo día para conversar. Siempre había qué decir, siempre había qué expresar, sentimientos que verbalizar y reflexiones que se querían salir de sus corazones.

Cada día había nuevas y más frescas corrientes de ideas que debían ser encausadas entre ellas. Hacían piruetas profesionales: los temas iban y venían; se erigían espacios para retomar el pasado, revisitarlo y darle significado; opiniones que las llevaban a replantear los mensajes ocultos que escudriñaron en sus libros y películas; las voces se alzaban y podían escucharse por toda la calle, pues la emoción del monólogo de alguna, más la reacción en vivo de la otra, iban más allá del volumen aceptado por la persona de a pie, metiéndose como intrusas en las casas de la urbanización, interrumpiendo el sueño de muchos que trataban de descansar la semana laboral.

Clara y a Theo estaban en su burbuja donde la una solo existía para la mirada vehemente de la otra, como si un foco de luz imaginario iluminara a la que hablaba, dándole el protagonismo absoluto del momento compartido.

Van calle abajo con agilidad, la brisa enrojeciéndole las mejillas y congelando sus narices. Esta es, por mucho, su actividad favorita entre todas las demás. Es algo que hacen con frecuencia y que la práctica les ha dado la destreza justa y necesaria andar despreocupadas del alrededor que parecía moldearse a su andar. La ciudad aún no despierta, se mantiene el letargo de una semana de trabajo, escuela y extracurriculares con los que aún muchos tienen que ponerse al día, pues el mundo exige y solo se le permite descansar un par de días a la semana. Esto, a ellas, las tiene sin cuidado, pues las reglas de los demás no aplican en su espacio.

El recorrido es el de siempre: calles angostas y de suelo oscuro, liso, que eventualmente se curva hacia abajo como la caída de un tobogán, momento perfecto en el que Clara aprovecha la bajada para tomar impulso y dar giros, mientras Theo saca de su morral y la graba con su videocámara que encontró en una venta de garaje. En la pantalla la figura de Clara está contraluz, mientras el cielo resplandece sobre su cabello otoñal y una bandada de pájaros sale cantando de un árbol a otro, una vez y dos veces más.

Al cruzar por la avenida, camino al parque que empieza a distinguirse a lo lejos, la calle entera se cubre por la sombra amarillenta de los árboles de acacias que ya florecieron, los brotes que acaban en el suelo pintan todo el camino con sus pétalos amarillos y naranjas. Y la corriente de viento que ambas generan al pasar es suficiente para que algunas hojas y flores alcen vuelo, arremolinándose para seguirlas cual estela.

Desde la videocámara de Theo el espacio parece una obra de mano impresionista, cada pincelada es un halo de luz, cada movimiento el susurro del previo y el eco del siguiente, y cada espacio un nuevo color que le da más y más vida a la pintura entera.

Frente a ellas se alza el portón de hierro y enredaderas que indica la entrada al parque. Ambas se miran en complicidad, una sonrisa compartida con dos pares de hoyuelos; Theo guarda bien la videocámara y justo después le toma la mano a Clara, es un agarre firme, dedos entrelazados y bien apretujados entre sí.

Reducen un poco la velocidad, acercándose al árbol con sus iniciales talladas. Ambas sacan del agujero del tronco el montón de piedrecillas y hojas secas para depositar sus bolsos y volver a rellenarlo con las mismas piedras y hojas.

Al terminar, es la primera vez que callan, mirándose un largo rato hasta que asienten mutuamente. Sus manos vuelven a unirse y reanudan el paso, entrando nuevamente en la vía de ciclistas del parque, aumentan la velocidad con una sonrisa. Ya en el extremo del parque bajan en dirección a una pequeña rampa para patinetas, y como si fuese una competencia infantil se separan e inclinan para conseguir aún más impulso. Las ruedas de sus patines son borrones y sus ojos se achican por el viento; al agarrar la rampa flexionaron las rodillas y, cual montaña rusa, salieron disparadas por los cielos azules con los brazos extendidos.

Clara alargaba sus dedos para volver a tomar las mano de Theo y con la otra acariciaba las nubes que empezaban a esponjarse sobre las puntas de los árboles más grandes.

El rocío del viento se les pegaba en las caras y el cabello, dándoles una apariencia escarchada y risueña mientras se mantenían bien agarradas de las manos y con las piernas alargadas. Más allá de las nubes aplastadas y sonrosadas por el sol, Theo y Clara se revistieron de plumas con cada gota de rocío, el cabello se crespo en sus frentes, enmarcando dos pares de ojos redondos y de reluciente color negro, las mejillas se colmaron de pequeñas plumas amarillentas y cobrizas que rodeaban un alargado pico perlado del que salían canciones risueñas. De una sacudida extendieron sus alas moteadas para dar unas piruetas previas antes de ir en picada al lago central del parque donde acariciaron la superficie del agua con sus patitas delgaduchas y a juego con su plumaje terroso, apenas produjeron unas ondas levísimas sobre la superficie del agua oscura cubierta de nenúfares.

Y jugaron con las ondas del agua hasta alcanzar el pequeño muelle, donde se sacudieron y esponjaron. El sol empezaba a alzarse en el cielo, dándole ya su característico y profundo azul; ahora sí, el día ya había empezado y la hora de desayunar también.

Un nuevo sábado por la mañana las dos queridas alondras se quedaron a disfrutar de la vista hasta el ocaso.

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⏰ Última actualización: Mar 27 ⏰

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