Matilda y Roma

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Desde los ventanales se cuelan los primeros rayos de sol que rebotan sobre la pared que recorre los alargados pasillos revestidos de papel tapiz azul cielo en el que vuelan modestos pajarillos que le suman en partes iguales: color y vida al espacio perfumado con detergente, antisépticos y naftalina.

Es rutinario ver los amplios y desolados pasillos del ancianato a estas horas de la mañana, casi son las nueve, apenas se emanan de los cuartos algunos canturreos y rezos firmes. La mayoría de las mujeres que habitan este ancianato siguen en sus camas.

Claro está, para ellas, que los años pasan para acumular más horas acostados, tiempo que ahora invierten en ensoñaciones sobre su pasado, repasando memorias y, en algunos casos, releyendo biblias, viejos diarios y cartas de remitentes infinitos, todas atesoradas en humildes cajitas de madera desgastada; gavetas; sobres dentro de otros sobres que guardan aún más sobres. En fin.

Sin embargo, para Matilda los años solo acumulan insomnios y más emociones. Matilda pensaba, a las ocho de la mañana, en sus tres hijos con los que ya no hablaba, de los que sabe, a duras penas, sus oficios y las ubicaciones de sus respectivas casas. Nada más, pues, hasta las fechas de sus cumpleaños se han disuelto con los años y otros montones de números en el sinsentido matemático de su cabeza.

Uno podría pensar que ellos la han abandonado. Dejaron a la pobre Matilda a la buena de Dios, presa del inclemente paso del tiempo y víctima de la suma de achaques causados por los años de trasnochos, alcohol y vida costeña sin los cuidados, para ella lujosos, destinados a su piel.

En realidad, Matilda mantiene por si sola su estadía aquí; no desea que sus hijos la vean deteriorarse hasta morir. Ya se cumplen cinco años desde que, contra viento y marea, les anunció a todos en su familia que vendería la casa en la que vivió desde que nació; vendería los muebles en los que yace la historia de un par de generaciones; vendería los uniformes y medallas de su padre, parafernalias de la guerra que ya no sirven de nada; vendería los vestidos de su madre, algunos de ellos aún con la etiqueta guindando. Vendería todo para pagar su estadía en el ancianato.

Y, con su noventena de años, era una mujer lúcida, ávida lectora de noticias, fanática de los crucigramas y excelente jugadora de damas chinas y póker. Su humor se mantenía intacto pese a la artritis que, en ocasiones, la dejaba en vela noches enteras, o postrada en cama viendo comedias románticas de los sesenta y noventa, cuando todo era más simple, más romántico, más cargado de flores y bombones.

Se hizo conocer por todas sus compañeras al idear y atosigar las monjas para que se iniciara un club de lectura y escritura al que asistían las mismas seis señoras; también, leía el bingo con tal entusiasmo que todas iban solo para contagiarse con su energía, especialmente Roma, cuyo Alzheimer empeoraba con los meses y, ahora, con los minutos.

Roma era una mujer serena e increíblemente dulce. Cantante de cruceros y de sonrisa risueña. En su cuello colgaba una plaquita que anunciaba "Soy especial", en el reverso se leía "Roma Badea Varga, AB+, si me pierdo llama a:" y la hilera de números de emergencia; así, en el apoya brazos derecho de su silla de ruedas siempre colgaba una bolsita colorida y tejida con diseño de flores en las que tenía galletas de soda y caramelos de café con una cajita de sobres de té limón miel.

Los pasillos retumbaban todas las tardes a las cuatro treinta con su canto. El repertorio era a diario y sin variación alguna, las mismas tres canciones una y otra vez. Entre ellas, el himno de Rumania, su país de origen.

En el cuarto de Roma estaba desplegado el recuerdo de sus viajes por el mundo entero que ahora quedaba reducido a una galería de fotos que, en el inicio de su progresivo deterioro, sus amigas se habían reunido para crear con rústico cariño sobre las paredes de su habitación, dejando debajo de cada foto una pequeña leyenda en las que se leían "Costa de Marfil, viaje 1957", "Show en el Crucero de 1965", "Postal de Egipto, 1970", "Casamiento de Nico, 2007", "Bautizo de primera nieta: Fabiola, 2010", "Casamiento de Oliver, 1999", y más.

Cuentos para apaciguar el almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora