Bollos dulces.

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I

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I


El sol se ocultaba tímidamente, su brillo cegador ya no iluminaba la piel de los ciudadanos como solía hacerlo en verano. Sin embargo, aún ofrecía luz al día. En su lugar, las nubes captaban todas las miradas, amenazando con chocar unas contra otras y desatar una larga tarde de lluvia.

Nada mejor que una taza de café caliente acompañada de aperitivos para transformar esa tarde sombría y tranquila en un momento de paz y perfecta armonía. El anciano que habitaba en su interior miraba por la ventana de su pequeña morada, observando a las ardillas correteando por las ramas.

Ah, el amor era joven y encantador. Aquellas ardillas se acurrucaron juntas en un hueco del árbol, cubriéndose mutuamente con sus esponjosas colas, listas para dormir y disfrutar del frío ambiental.

El anciano tomó un sorbo de su café y sintió una ventisca que revolvió su barba y le provocó un suave escalofrío. Se abrazó a sí mismo y frotó sus brazos en un intento de generar calor en su cuerpo envejecido.

Los días de invierno parecían cada vez más rigurosos, o tal vez sus viejos huesos ya no soportaban las temperaturas como cuando era joven.

De todos modos, tenía que salir a buscar leña para encender la chimenea y calentar la casa; con un poco más de frío, juraría que se enfermaría. La tormenta parecía formarse con cada segundo, así que debía ser prudente y recoger madera antes de que se empapara con la lluvia. Además, cargaba con otro pesar...

Su hijo no había regresado del bosque.

Eso le hizo suspirar. Le había dicho que no tardaría, pero sentía que ya habían pasado largas horas desde que su niño se fue a entrenar. ¿Cómo culparlo? Al carecer de magia, tenía que ingeniárselas de alguna manera. Tal vez estaba exagerando y lo único que su hijo deseaba a su edad era un poco de compañía.

Al menos esperaba que pudiera volver antes de que comenzara la tormenta. Sus preocupaciones se disiparon momentáneamente cuando un estruendo hizo que los malvaviscos de su taza saltaran y cayeran de nuevo en el café, salpicándole algunas gotas en el rostro. El anciano sintió un pequeño sobresalto, pero al ver de dónde venía el ruido, supo que era su hijo.

Mash Burnedead.

Esperó en la entrada de la cabaña con la taza de café aún en las manos. Aunque le costó enfocar la vista, sus oídos le indicaron que traía algo consigo. El sonido de ramas arrastrándose y hojas cayendo no era trivial. Los pequeños animales en los árboles salían despavoridos y los pájaros alzaban vuelo desde hacía varios metros.

El muchacho se abrió paso entre los árboles y, al encontrarse con su padre, el anciano soltó un suspiro de alivio.

-No tenías por qué, Mash...

YOU'RE A PRETTY BOY. | Mash x LectoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora