05. Pérdida

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  «Dios bendice a los que sufren, pues él los consolará.» Mateo 5:4



Adara



Hoy no estaba dentro de mis planes llorar. Me desperté con una extraña felicidad bombardeando en mi pecho. Todo iba bien. Tenía el día planeado desde la noche anterior y pensé que nada podía salir mal.

Se supone que iba a ser un día maravilloso junto a mi amigo Daniel. Me deleitaría al escucharlo contarme alguna historia, o al escucharlo cantar alguna alabanza. Me divertiría con sus ocurrencias y hablaríamos sobre cualquier cosa hasta que cayera la tarde.

Pero como era de esperarse, mi felicidad no duró mucho.

Mi día ni siquiera tuvo tiempo a desarrollarse cuando una bomba lo explotó todo. Y solo quedaron los escombros sobre lo que pudo llegar a ser un día maravilloso.

Sentía que mi corazón pronto se me saldría del pecho y que mis ojos se quedarían sin lágrimas.

Lucy Smith, mejor conocida por todos como Lulú, había muerto temprano en la mañana. Ella era mi vecina, una niña de nueve años que residía en la habitación de al lado y padecía Cáncer de encefalo.

Cuando mi madre Halima me dio la noticia no podía creerlo, me negué a creerlo. No podía ser cierto. Esa niña que sonreía todo el tiempo, que enfrentaba las quimioterapias y los tratamientos con la más admirable valentía, se había ido. Halima se encontraba en estos momentos consolando a los familiares que lloraban y se lamentaban por todo el pasillo de este piso. Desde mi habitación escuchaba el llanto de su madre.

Llevé una mano a mi pecho sintiéndome aturdida, llegando a la dolorosa conclusión de que ya no vería su sonrisa nunca más.

Antes de salir de la habitación, Halima me entregó una carta que Lulú había escrito para mí hace unos días atrás, y que según su madre, ella misma quería entregarme en persona cuando se mejorara de su recaída, pero lamentablemente no pudo hacerlo.

Miré la pequeña hoja de papel que reposaba en mis piernas y me negué siquiera a tocarla. Me temblaban las manos, no tenía la fuerza ni la valentía para leerla.

Cerré los ojos con fuerza y pensé en el último recuerdo que tenía de ella. Había venido a visitarme en silla de ruedas junto a su madre hace tres semanas. Ese día ni siquiera la había tratado bien, la ignoré la mayor parte del tiempo, mientras ella hablaba y reía durante horas intentantando ser una buena compañía para que yo no estuviera triste.

Aquel recuerdo solo empeoró mi dolor, y un gran peso se estableció en mi conciencia, amenazando con aplastarme.

Lulú se habia ido, y ni siquiera fui gentil con ella. No le hice saber lo agradecida que estaba por cada una de sus visitas, por cada uno de sus esfuerzos por hacerme reír aún cuando ambas peleábamos una batalla. No pude decirle lo orgullosa que estaba de ella porque aún siendo más pequeña, enfrentaba su enfermedad con mayor madurez y valentía que yo.

Me llevé ambas manos al rostro y lloré. Dejé salir todo mi llanto, uniéndome a los lamentos que resonaban en todo el pasillo.

Miré la carta una vez más, aunque no era fuerte como Lulú lo fue, quería obligarme a ser valiente para leer la última carta que me escribió.

Agarré el pedacito de papel doblado en mis manos temblorosas y lo abrí, encontrándome con el dibujo de un árbol grande con muchas flores en él. Algo llamativo estaba en medio del tronco del arbol, algo en forma de una esfera que brillaba y que Lulú lo había dibujado con color amarillo como si fuera un pequeño sol impregnado en el tronco. Debajo del dibujo había un pequeño párrafo con una ortografía que supuse, era de su madre. Quizás las manos de Lulú ya estaban demasiado débiles para escribir y su madre la había ayudado. Mis ojos se llenaron de lágrimas nuevamente y tracé mis dedos por el hermoso dibujo del árbol, entonces, sin muchas fuerzas me dispuse a leer:

Primavera en invierno ©  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora