El secreto del sol

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A veces, los corazones más arropados, son los que sienten más frío.

Abdel
11 años

El calor de la chimenea me hacía entrecerrar los ojos.
El salón estaba calentito y los masajes de mamá en mi pelo me provocaban sueño. Eran suaves y delicados. Las yemas de sus dedos hacían círculos sobre mi cabeza, dibujaban estrellas inalcanzables residentes en mi cabeza.

Papá tarareaba un canción en lo bajito, mientras pasaba las páginas del periódico con delicadeza.

Fijé mi atención en las llamas de la chimenea. Estas jugaban entre ellas y se abalanzaban sobre otras. Permanecían retenidas en la madera, deseando explorar el mundo. Suplicaban surcar el cielo como el viento, pero su llama se perdería y su esencia desaparecería. Morían por conocer lo desconocido, pero no sabían que no todos amaban las llamas y que allí a donde fueran, una catástrofe surgiría de sus polvorientas esencias.

Quedarían retenidas por su ardiente fuego y nunca nadie llegaría a conocer sus frías cenizas.

—¿En qué piensas tesoro?— preguntó mamá pasando su pulgar por mi mejilla.

Aparté la vista de las llamas y la clavé en el suelo. Un punto amarillo alteró mi vista por culpa de la luz del fuego.

—Catherine— murmuró papá al otro lado del sillón— ¿no ves que se está durmiendo?

Pude notar como mamá se giraba para observar a papá. Su risa silenciosa hizo que su pierna se moviera en compás a su sonrisa, provocando que mi mejilla apoyada en su muslo también se moviera.

—Tenemos un niño precioso— susurró apartando el flequillo de mis ojos.

Papá volvió a pasar página al periódico y pude notar su mirada sobre mi pequeño cuerpo.

—Es igual a ti— respondió.

Por la forma en la que lo decía supe que estaba sonriendo, al igual que mamá.

—Pero con tu mismo carácter— repuso ella con un tono divertido.

No pude evitar esbozar una sonrisa. Estaba cómodo entre los latidos de mis padres.

Mamá que seguía pasando su pulgar sobre mi brazo se paró y dejó escapar un suave risa.

—¿Con qué estaba dormido eh Albert?—estalló a carcajadas.

Levanté la cabeza y miré aquellos ojos verdosos tanto míos como suyos.

—Hola— murmuré con una pequeña sonrisa, pasándome el puño por los ojos.

—¿No que te estabas durmiendo, bichito?— sonrió papá.

Hice una mueca al asqueroso apodo con el que me llamaba.

—Papá, te he dicho mil veces que no me gusta ese apodo— fruncí el ceño.

Mamá dejó escapar otra risita.

—Es verdad Albert— respondió con tono burlón— es demasiado mayor como para que sus padres le digan cosas cariñosas.

Me crucé de brazos y mordí mi labio intentado reprimir una sonrisa.

Después de la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora