El cuerpo

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La muerte puede ensombrecer una ciudad.

Al menos eso pensaba Thomas mientras se montaba en el coche y conducía con rapidez, empleando las luces oficiales para no tener que sufrir el tráfico.

Llevaba más de quince años siendo inspector de policía y, por suerte, en Echo no solía haber demasiado trabajo para él, al menos no hasta que apareció el primer cuerpo.

Hace aproximadamente un mes comenzaron a recibir llamadas, al principio eran un par y lo cierto es que no las tomaron en serio, ¿por qué debían hacerlo si allí nunca pasaba nada? Pero todo cambió cuando el teléfono no dejó de sonar con idénticas versiones de un mismo crimen.

Desde entonces y cada semana, un nuevo cuerpo aparecía y siempre en el mismo lugar, sin importar la vigilancia que colocasen en el recinto. Los vecinos, indignados, ya apenas les dirigían la mirada y se habían visto obligados a trasladar las actividades religiosas a una nave abandonada de las afueras de la ciudad —lo que solo provocó aún más resentimiento—.

Tal vez por eso su obsesión por el caso no hizo más que crecer. Nunca había sido un personaje respetado de su comunidad, de hecho no era más que un policía del montón, bajo la eterna sombra de su abuelo, pero al menos sus vecinos se dignaban a saludarle cuando lo veían por la calle, ahora tenía suerte si no le escupían. Aunque tampoco podía culparles, no cuando el asesino parecía haber atacado a una de las partes más importantes de la ciudad; la fe.

Él nunca se había considerado un devoto creyente, pero sabía que la religión era algo muy importante en Echo, sobre todo entre las personas más mayores, que siempre estaban intentando atraer más adeptos y que se encontraban más apenados por el retraso de sus actividades religiosas que por las víctimas.

El inspector casi se echó a reír mientras conducía hacia el nuevo escenario, observando los arrugados rostros que parecían aumentar cuanto más se acercaba al edificio. Nunca comprendería cómo una persona podía emplear tanto odio para defender algo basado en el amor.

Finalmente —y tras un par de vueltas alrededor de la iglesia—, consiguió aparcar el oscuro vehículo. Caminó con rapidez bajo el cielo gris que avisaba de una espantosa tormenta mientras se guardaba las llaves en el bolsillo, el lugar estaba abarrotado pero no tuvieron problema en dejarlo pasar. Avanzó con cautela entre las hostiles miradas, evitando cualquier tipo de contacto visual hasta que por fin pudo verlo.

Era una imagen parecida a las anteriores, aunque también completamente diferente. La causa de la muerte y el género rara vez coincidía en los cuatro cuerpos que ya habían encontrado, pero la postura era siempre la misma.

Esta vez se trataba de un hombre, alto, de constitución media y un evidente bronceado. Su corto pelo castaño parecía mojado, aunque seguramente se debía a que había llovido la noche anterior. Como los otros, se encontraba en la fachada del edificio, a varios metros sobre el suelo, crucificado como si de Jesucristo se tratase.

Al igual que con el resto, sintió cómo una pesada losa le aplastaba el pecho, dificultando la entrada del aire. La impotencia se convirtió en ira e inundó su corazón, quería atraparlo, daba igual el precio a pagar.

Le indicaron el camino a la grúa antes siquiera de poder pedirlo y, como todas las demás veces, el inspector se subió para examinar el cuerpo. Nunca le habían gustado las alturas, pero comenzaba a acostumbrarse gracias a esos casos.

Una vez a su altura aprovechó para tomar algunas fotos y observar con detalle las similitudes y diferencias que, como siempre, iba apuntando en su pequeña libreta negra. Aún no podía saber la causa de la muerte, pero dedujo que el enorme agujero en su pecho podría tener algo que ver —aun así esperaría a los resultados de la autopsia—.

Cazador de pesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora