Hace millones de años, en un estallido cósmico que resonó a través del vacío, el universo nació. De esa explosión primordial surgieron los dioses, seres ancestrales imbuidos de poder y sabiduría. Su existencia trascendía las infinitas dimensiones, y su propósito era moldear la realidad misma.
Estos dioses crearon a los dragones, criaturas majestuosas con escamas iridiscentes y ojos centelleantes, que se convirtieron en los arquitectos del Multiverso. Cada uno de ellos tenía la capacidad de crear conjuntos de universos eternos, así como de trascender el espacio y el tiempo, dando forma a galaxias, sistemas solares y multiversos infinitos. Eran los guardianes de la creación, los titanes que sostenían los cimientos del cosmos.
Sin embargo, a pesar de su inmenso poder, los dragones eran criaturas solitarias y egocéntricas. No sentían empatía por las formas de vida más pequeñas que habitaban sus creaciones. Para ellos, los mortales eran efímeros, como chispas fugaces en la vastedad del tiempo.
Con el paso de las eras, los dragones continuaron su labor. Crearon mundos de maravillas y horrores, poblados por criaturas de todas las formas y tamaños. Pero su indiferencia hacia los seres inferiores no pasó desapercibida. Los dioses y las deidades observaban desde los rincones del Omniverso, preocupados por el desequilibrio.
Y así, la guerra estalló.