Capítulo 3: heliocentrismo

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En un día toda su vida se había ido a la mierda. James estaba muerto, lo habían desahuciado y ahora estaba al asilo de un desconocido, quien no tenía claro si era amigo o enemigo.

La casa de Patrick llevaba varios años abandonada. Si bien el clérigo le avisó de ello, la halló mucho peor de lo que esperaba: varias piedras se habían desprendido de la fachada y en el interior el polvo cubría cada uno de los estantes. La madera de las vigas crujía y los ratones paseaban a sus anchas, en especial por las escaleras. No se atrevió a subir por miedo a que estas cedieran por su peso. En el salón, el frío se acompañaba de una humedad que calaba en los huesos, congelaba las pestañas y helaba los suspiros, no obstante, Neil no prendió la chimenea. El mismo párroco le pidió que no lo hiciera, pues nadie debía enterarse de que se ocultaba allí.

Quizá aquel era el castigo por la sangre vertida. Al fin y al cabo, el cura estuvo acertado al compararlo con un cordero siguiendo al pastor: la guerra no justificaba las vidas cercenadas. Era una persona horrible. En el fondo, siempre lo supo. James, por el contrario, sí fue una gran persona. Lo encontró en medio de los escombros, rodeado de cadáveres de los que, suponía, él había sido el verdugo, y aun así sanó sus heridas y esperó paciente a que se recuperara. «¿Por qué me has salvado?», le preguntó entonces. «Todos somos víctimas», contestó James. Y Neil lloró, quizá por primera vez en su vida, pues no alcanzaba a recordar nada anterior a la guerra.

En aquel instante, que se le antojaba lejano, cada alma robada le dolió como si fuera la de un ser querido. Se recordó a sí mismo en la batalla, cegado por el grito de un dirigente, corriendo desnudo hacia sus presas a favor de una justicia que ni siquiera era suya. ¿Cómo reconocerse a sí mismo? Miró en derredor y todo cuanto vio fueron los restos de familias humildes, como las de su nación, asesinadas a sangre fría.

—No soy una víctima, soy un asesino —recordó en voz alta.

«En tiempos de guerra, ¿quién no lo es? —le había respondido James. Pasó un paño húmedo por su cabeza y lo miró con aquella mirada vivaz, compasiva y reluciente. Pura—. A veces debemos detenernos a pensar por qué luchamos, en lugar de seguir órdenes a ciegas. —A medida que hablaba, su voz se teñía de pena—. Pero no podemos, no hasta que hacemos algo tan horrible que nos obliga a despertar».

El recuerdo era tan nítido... Neil se vio a sí mismo girándose hacia él, y recordó que al hacerlo las heridas le dolieron más y que James lo arropó.

»Aquel extraño era un joven elegante, de piel era pálida y venas que se apreciaban a trasluz. Los ojos castaños y simples no parecían haber vivido más allá del lujo. Hasta sus ropas, de caros tejidos e insultantes colores, delataban que aquel no era su verdadero lugar. No obstante, el hecho de que estas estuvieran sucias, sumado a las heridas que cicatrizaban en su rostro, narraba una historia distinta.

»—¿Qué has hecho tú? —quiso saber.

»Lo preguntó con sinceridad, deseando que la respuesta fuera tan horrible que sus propios pecados no fueran más que trastadas inocentes. James no contestó de inmediato. Se mordió el labio inferior y sollozó.

»—Algo que jamás podré perdonarme.

»No quería una evasiva. Él que era un guerrero de los más fuertes, que había sobrevivido a tantas batallas como chapas cobrizas se anudaban en sus trenzas. Él, que había tatuado en su cuerpo cada victoria y cuya espada estaba desgastada a causa de rebanar cuellos. Ahora, el espíritu del guerrero lo abandonaba, porque no eran soldados aquellos contra los que luchaba, solo campesinos que protegían sus hogares. Las victorias se convertían en condenas, los tatuajes maldecían su piel y las chapas ardían en su pelo, como si fueran la misma sangre vertida de sus adversarios. Necesitaba saber cómo de horrible era la persona que estaba ante él, porque de no ser así, en el mundo que ahora solo eran ellos dos, Neil sería peor que un maldito sluagh.

Santidad (ONC)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora