Capitulo III

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Ocho años.
Había necesitado ocho años para encontrar las agallas suficientes de volver con su única hija.
Ocho años que había pasado cautiva en aquella especie de jaula enorme para fieras.
Y después de todo, mi propio padre no era capaz de sostener mi mirada. Estaba claro que se castigaba por haberme abandonado.
No pronuncié palabra durante los diez minutos en los que mi padre no hizo más que hablar. De vez en cuando, la directora intervenía para hacer alguna pregunta o anotaba algo que podía ayudar a mi padre a ganarse mi perdón. Pero yo no iba a hacerles ese favor a ninguno de los dos.

-Necesitábamos el dinero-decía mi padre mientras se frotaba los nudillos.- No teníamos nada. No teníamos opción. Tenía que alistarme en el ejército. Era la única salida. Anne, irme a la guerra fue una buena decisión y no me arrepiento de haberlo hecho. Ya no tendremos que recurrir a nadie más para pedir ayuda.- Alargó su mano para tomar la mía, pero la retiré con frialdad.

Continuó hablando, poniéndome excusas absurdas sin ninguna lógica.
Suspiré y miré por la ventana con la esperanza de distraer mis pensamientos. Sentía una fuerte presión en el pecho y mi garganta comenzaba a escocer. No podía contener más toda aquella angustia. Sentía rabia y odio. Por haber permanecido al margen de todo, sin posibilidad de elegir; por haberme obligado mi padre a hacerlo. Yo tampoco podía mirarle a la cara.
Mi padre retomó su discurso. Estaba dispuesto a hacerme entrar en razón y a seguir con su teoría de que él era el bueno de la película.
Giré de nuevo la cabeza hacia el cristal y dirigí la mirada hacia el espeso bosque que aislaba al edificio. Frondosos arbustos descansaban a la vera de los espesos árboles, los cuales parecía muertos. Las hojas ya no dormitaban en sus ramas y las pocas que quedaban se habían tornado de un color triste y frío. Por eso admiraba tanto el invierno: representaba con total claridad mis sentimientos hacia el mundo, hacia aquel abominable internado y hacia mi familia, quienes siempre nos habían tratado a mi padre y a mí como a mendigos.
El parque estaba a pocos metros de la valla que rodeaba el edificio. Era tal y como lo había dibujado varias veces. Triste y lúgubre, como todo lo que allí había. No había niños tan pequeños en el internado como para jugar en él, por lo que llevaba varios años abandonado. Yo fui la última en utilizarlo. Solía balancearme en los columpios mientras veía a los demás chicos correr detrás de un balón. Nunca entenderé ese tipo de juegos, así que pensaba que pasar los recreos sola en aquellos solumpios era mi mejor opción.
La cabina del guardabosques se hallaba unos metros detrás de la puerta metálica. Solo le había visto una vez, a él, al guardabosques. No era demasiado viejo, pero tampoco joven. Supuse que rondaría los cuarenta. Fue la vez que llegué al internado por primera vez. Recuerdo asomarme al cristal del coche y asustarme de la espesa barba negra de aquel hombre fornido. Durante las semanas siguientes tuve más de una pesadilla con aquel rostro imponente.
Algo desvió mi atención. Una figura se movía entre los voluminosos árboles del bosque. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Intenté enfocar mejor aquella imagen, pero enseguida la figura se fundió de nuevo en la espesura. Me estaban vigilando... Un momento, ¿me estaban vigilando?
Necesitaba saber más.
Me levanté de un salto sin poder contenerme. Mi padre enmudeció y la directora me miró contrariada.

-Me abandonaste aquí. Te olvidaste de mí y no pensaste en volver. Ni siquiera escribiste.

-Anne, aunque lo hubiera hecho... tú me odiabas.

-¿Te odiaba? Muy bien, ¿y cómo sabías eso si no me dirigías la palabra? ¡Te sentías culpable y me lo echaste todo en cara!

-Anne, escucha...

-¡Ya has dicho bastante por hoy, papá! ¿Llevo seguir llamándote así o tras ocho años sin ver a su hija un padre pierde ese título? ¡Nada de esto hubiera pasado si mamá siguiera viva!

-¡No vuelvas a hablar así de tu madre!

Algo se acercó velozmente hacia mí. Reaccioné demasiado tarde y recibí el impacto de lleno. Coloqué instintivamente la mano en la mejilla mientras perdía el equilibrio. Todo a mi alrededor se volvió negro y un par de segundos después, noté el dolor por todo mi cuerpo. Pestañeé un par de veces tratando de devolver el color a la sala.
Me incorporé lentamente, con la mano aún sujetando mi mejilla.
Mi padre me había pegado.
Nunca había hecho algo así. Nuca hasta ese momento.
Estaba en el suelo. Al perder el equilibrio me había golpeado con la silla en la que antes estaba sentada. Unos fuertes pinchados recorrían ahora mi frente.
La directora contemplaba la escena anonadada, pero a pesar de eso permanecía sentada en su enorme silla mirándonos como en una partida de tenis. Los tres permanecimos en silencio.
Estaba confusa por todo aquello, pero no tanto como mi padre, quien se miraba las manos incrédulo. Acto seguido me miró a mí con los ojos llenos de lágrimas.

-Perdona, yo...

-Ya no estás en la guerra, papá.

Me acerqué paulatinamente a la puerta cerrándola tras de mí con un portazo. Las lágrimas brotaban de mis ojos como la lluvia que en esos momentos bañaba el cielo.

Bajé las escaleras del primer piso y me dirigí a la puerta de salida del edificio. Por el camino vi a Azahara con el rabillo del ojo. Estaba con su grupo de amigas y, como tantas otras veces, me miró un momento antes de volver a entablar conversación. Una nueva muestra de nuestra relación diaria.
Me paré en seco delante de la puerta de madera. Acostumbraba a verla todos los días, siempre cerrada. La necesidad de abandonar el internado aquel día era mayor que nunca. Necesitaba salir ahí fuera y huir. Huir de la realidad.
Me comenzaba a agobiar y el pasillo parecía dar círculos alrededor mía. Me sentía más encarcelada que nunca y necesitaba aire.
Corrí hacia el baño. Una vez allí, me apoyé en el lavabo y me miré en el espejo. Mis ojos, rojos e hinchados daban verdadera grima. Mi mejilla estaba roja y mi frente presentaba un pequeño corte horizontal justo encima de mi ceja, donde me había golpeado con la silla al caer.
Coloqué mis manos en forma de cuenco y me arrojé agua a la cara. Nunca había pensado que era especialmente guapa. Mis ojos son oscuros, al igual que mi pelo, y no estaba anoréxica como algunas chicas de allí, como solía ser el prototipo de chica ideal aunque a mí me diera náuseas.
Sin poder controlarlo, mi puño chocó perpendicularmente con el cristal. Solté un grito cuando este se resquebrajó. Finalmente, toda mi rabia fue descargada contra ese espejo. Mi cara se deformaba en los pequeños trozos de cristal. Tras un momento de vacilación, me metí en uno de los retretes.
Cerré la puerta tras de mí y me envolví la mano en un trozo de papel mientras observaba como aparecían pequeños círculos de sangre en las finas tiras blancas. Fuertes pinchazos me invadieron al hacerlo que la adrenalina no me dejó percibir del todo.
Apoyé la cabeza en la pared y me dejé llevar por las lágrimas.
No había nadie en el mundo a quien apreciara de verdad, pero echaba de menos el contacto humano. Esos abrazos que te refuerzan y de los que no quieres escapar. Mi madre era la única que me hacía sentir el cielo con sus brazos.
Conté hasta cinco y me calmé. Reparé en la pequeña ventana sobre el inodoro y me limpié los restos de las lágrimas con la mano.

-No soporto estar aquí metida más tiempo.

Después de muchos esfuerzos que me provocaron más tirones en el puño dañado, conseguí abrirla.
La lluvia era torrencial. Me apoyé en la ventana hasta que la mitad superior de mi cuerpo quedó al descubierto y miré hacia abajo. La caída era muy grande a pesar de estar en la planta inferior.
Habría unos dos metros hasta poder pisar el césped del suelo.
No podía salir del recinto y adentrarme en el bosque. La enorme valla que rodeaba el internado era impenetrable y solo había árboles en unos cuantos kilómetros a la redonda.

-Tiene que haber otra forma de...

Una de mis manos resbaló y todo mi cuerpo cayó de bruces al suelo. La caída no me dolió tanto como había esperado. Apunté eso para futuras huídas.
Traté de incorporarme, pero estaba demasiado dolorida. Ahí fue cuando me percaté de que me había hecho daño de verdad. La adrenalina fue desapareciendo y comencé a sentir un fuerte dolor por todo el cuerpo.
Levanté la vista e intenté ver algo a través de la lluvia. Un tipo con chubasquero se hacía paso a través de la lluvia para llegar hasta mí, seguramente algún profesor dispuesto a echarme una larga y aburrida reprimenda. Descarté de inmediato la idea de correr dentro del edificio antes de que me reconociera. Mover la cabeza ya era un gran paso para mí.
El tipo del chubasquero se colocó la mano a modo de visera en la frente para evitar la lluvia y trotó hasta mí.
Se agachó y apoyó su mano en mi hombro. Era bastante joven. Rondaba los veinte, calculé. No, desde luego no era un profesor.

-¿Estás loca? Acabo de presenciar tu intento se suicidio fallido. ¡Desde la azotea habría sido más rápido! ¿En qué demonios estabas pensando?

-¿Que te parece si me ayudas a levantarme y discutimos esto en otro lado, chico atleta?

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⏰ Última actualización: Jun 28, 2015 ⏰

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