Germán

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Germán era un viejo amigo de mi padre, antiguo compañero de la marina y de la carrera de seguridad; tenía 27 años y era guapo, corpulento, regordete y a decir verdad jorobadito; no lo amaba, lo confieso en actitud indulgente para que el Señor Abogado me perdone, simplemente había aceptado su amor para poder olvidar a lo innombrable.

Mi madre lo amaba, mi padre lo admiraba; el reía, mi padre lo acompañaban con una sonrisa y yo simplemente repetías sus gestos con algo de hipocresía para no quedar fuera de lugar. Teníamos juntos solamente dos semanas y ya había conflictos entre nosotros. Yo estaba muy feliz de que eso estuviera pasando, así no tendría que inventar excusas a mis padres de la ruptura de nuestra relación. Pensaba culparlo de alguna infidelidad o bien decir que no congeniamos y no nos poníamos de acuerdo con nada; mis ideas se fueron por la borda cuando entendí que me amaba de verdad.

¿Se puede amar de manera obligada? ¿Se puede obligar al corazón a querer a un insensato e inescrupuloso sentimiento? Se puede olvidar a una persona usando de escudo a otra persona con semejanzas físicas? No tenía respuesta a ninguna de estas tres interrogantes.

Germán me llevaba en su moto a la universidad y me recogía cuando era la hora de salida. Sinceramente me encantaba la moto ya que me recordaba Misel. A veces meditaba sobre el paradero de aquella moto, ¿La habrían vendido? ¿La habían destartalado para venderla como chatarra? ¿Quién era el nuevo dueño? ¿Misel en realidad sabía manejar moto o la tenía en su casa para presumir ante los demás antisociales? Lo ignoro para no ser responsable de todos los cargos que me imputen por preguntar semejantes tonterías.

Mis primeras dos amistades, un hombre y una mujer, me enseñaron a ver la belleza de la vida solo por su simpleza: la primera es mi tocaya Bárbara Ignacia, parece una pingüina y siempre anda tarareando algún cántico religioso; mientras que el segundo era un joven altísimo y flacuento llamado Robert, pero yo de cariño le decía a Roberto para que sonara más oriental. Con estas dos personas yo pasé mi semestres estudiando, saliendo, bailando y peleando cuando no nos podíamos de acuerdo en algún asunto. Ellos desde un principio me recalcaron la confirmación de que Germán no era la persona indicada para mí. Porque a pesar de su trato tan jovial en sus ojos se podía ver cierta pizca de maldad, algo así como una bomba que podría estallar tarde o temprano si ni siquiera avisar para poder evacuar.

Los sabios han escrito sobre la enfermedad y su cura durante varios siglos... Cada enfermedad tiene su solución, pero no en todos los casos se da una resolución definitiva que conlleve a una buena dinámica familiar; los casos más rezagados te llevan a las puertas de la muerte y auguran la entrada a un cementerio en cuyas rejas a altas horas de la noche asaltan a los transeúntes para despojarlos de sus pertenencias más preciadas.

A mí uno de estos asaltantes me quitó algo muy preciado, me quitó la vida de la persona que más amaba, así me hubiera engañado sé que no Era feliz; lo hizo para olvidarme, lo hizo para sacarme de su diminuta cabeza pero todo fue infructuoso y sin efectos.

Cada vez que veía la cara de su novia sabía que no era la mía, cada vez que la besaba tenía en cuenta que sus labios no eran los míos, sus lisos cabellos negros no eran ondulados y pelirrojos, sus lentes de contacto no tenían la originalidad de mis enormes lentes bifocales, su esbelta figura de modelo no se comparaba con la mía: una chica pequeña, algo recordeta y con mucha inteligencia. Yo era hermosa, pero a mi manera.

Había durado varios meses sin verme al espejo, de hecho me peinaba a espaldas de él, Y cuando por fin miré mi reflejo me deslumbré a mí misma: era hermosa y bonita, mi cintura se había formado, un esplendor bailaba en mis pupilas, mi piel se había vuelto más morena y mis cabellos se habían teñido de brillantez. Había sido realmente hermosa por mucho tiempo sin darme cuenta de ello, la opresión en mi corazón y ese arrebato inexpresable de hombría me había invadido para quitarme toda la arrogancia.

Cada vez que caminaba por la calle escuchaba a hombres que silbaban con dinamismo y exclamaban a todo pulmón: "hermosa mujer", y yo simplemente lo ignoraba porque pensaba que no era conmigo, y buscaba con intriga por los alrededores a la famosa causante del silbido. Otras veces escuchaba que criticaban la vestimenta terminando la frase recalcando que su vestimenta no era la adecuada para su edad, y yo igualmente empezaba nuevamente a ojear los diferentes comercios y transeúntes tratando de encontrar a la abuela que se vestía de nieta, sin mucho éxito.

Bárbara Ignacia siempre había creído que la belleza superficial era pobre y la más bella era la interior, Robert por su parte tenía un concepto de belleza diferente: ya que prefería que sus novias usaran lentes correctivos y fueran algo gorditas. Y yo aún no entendía por qué me había enamorado de Misel Richel González, si durante toda mi vida mis fugaces novios eran morenos. Simplemente era el único hombre Español del cual yo podía haberme enamorado. Derrochaba amargura y yo simpatía, él era muy lento y yo caminaba muy rápido, simplemente teníamos actitudes diferentes que poco a poco nos fueron uniendo como los polos de un imán.

Durante mucho tiempo utilicé la belleza como un arma a mi favor, obviamente sin saberlo. La usaba sin ni siquiera darme cuenta de ello al ignorar mis atributos como persona. Ya entendía por qué los profesores me pasaban las materias cuando iba realmente mal, o por qué los chicos más atractivos de la universidad Me invitaban a veladas románticas o noches de cine que ni siquiera llegaba a aceptar. ¡La belleza hipnotiza a los pobres de corazón y a los más idiotas de la comarca! Seguramente era lo que le pasaba a Germán, estaba completamente idiotizado.

Bárbara AnthonyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora