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El lunes amaneció gris y pesado, como si el cielo supiera que Rodrigo estaba de mal humor. No tenía clases, y en lugar de aprovechar para dormir hasta tarde, su padre lo había arrastrado a la tiendita a las siete de la mañana. Con el cuerpo agotado tras haber pasado todo el domingo de joda, se preguntaba seriamente si la vida valía la pena en esos momentos. Cada fibra de su ser estaba impregnada de arrepentimiento, pero todo lo que podía hacer era bostezar, apoyando la cabeza en la cinta transportadora mientras sus párpados pesados amenazaban con cerrarse.

Estaba a punto de perderse en ese anhelado sueño cuando el tintineo familiar de la campanita de la puerta lo sacó de su trance. Alzó la mirada y vio a Iván entrar, caminando con una energía casi insultante a esas horas de la mañana. Llevaba un suéter rojo que resaltaba en contraste con su piel, unas bermudas negras y, como siempre, su enorme mochila de Ben 10 que parecía ser más grande que él mismo. Con una sonrisa radiante, se plantó frente a Rodrigo.

—No sabía que trabajabas de mañana —comentó el niño, con una voz alegre que contrastaba con la pesadez de la mañana.

Rodrigo suspiró, sentándose correctamente en su asiento con una expresión resignada.

—Solo es por hoy —respondió, tratando de sonar indiferente.

Iván hizo una mueca de desaprobación, como si la idea le desagradara.

—Qué lástima... Me habría gustado verte siempre aquí.

El comentario dejó a Rodrigo un poco desconcertado. El sueño que lo dominaba hasta hacía un momento se evaporó de golpe. Frunció el ceño, mirándolo con una ceja alzada.

—¿Qué? —preguntó, claramente confundido.

Iván se quedó en blanco por unos segundos antes de que la vergüenza se apoderara de él. Su rostro se encendió en un rojo intenso que casi combinaba con su suéter. Rodrigo no pudo evitar soltar una risita, aunque en el fondo la incomodidad crecía en su estómago. ¿Qué había querido decir exactamente con eso?

—¿A qué venías? —preguntó Rodrigo, cambiando el tema rápidamente.

—Por dos cajas de chicles —respondió Iván, todavía algo avergonzado.

Rodrigo alcanzó las cajas que estaban en el estante a su izquierda y las pasó por el escáner. Mientras registraba la compra, no pudo evitar hacer una broma.

—¿Te vas a comer todo eso vos solo? —preguntó con una sonrisa burlona.

Iván lo miró directamente a los ojos, sin titubear.

—¿Querés comerlos conmigo? —ofreció.

Rodrigo negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír ante la inesperada invitación.

—Por cierto, las galletas estaban muy ricas —comentó, desviando el tema una vez más.

Iván sonrió con orgullo, esa chispa de satisfacción infantil iluminando su rostro.

—Las cociné con mi mamá —aclaró, como si ese detalle hiciera que las galletas fueran aún más especiales.

Rodrigo levantó una ceja, fingiendo estar sorprendido, aunque no lo estaba en lo más mínimo. No le parecía raro que Iván hubiera ayudado.

—Pues deberías dedicarte a la cocina —dijo con un toque de sarcasmo, mientras le entregaba el cambio.

Iván se encogió de hombros, claramente no interesado en nada que no fuera jugar Minecraft. Era demasiado pequeño para pensar en carreras o futuros lejanos.

—¿Vas a seguir acá en la tarde? —preguntó mientras guardaba los chicles en los bolsillos de su bermuda.

Rodrigo rodó los ojos, sintiendo cómo la conversación empezaba a resultarle un tanto incómoda. Forzó una sonrisa.

—Sí... —respondió, resignado.

Iván saltó de emoción, como si hubiera recibido una gran noticia.

—¡Genial! Nos vemos entonces —dijo, agitando su manita en un saludo rápido antes de salir corriendo de la tienda, la campanita tintineando a sus espaldas.

Rodrigo observó al niño correr por la calle a través del ventanal, con una mezcla de desconcierto y algo más profundo que no sabía cómo describir. Algo en la actitud de Iván lo inquietaba, una sensación extraña que no podía sacarse de la cabeza. Se recostó nuevamente en su asiento, suspirando. Su mente seguía dando vueltas a esa incomodidad indefinible.

Rodrigo seguía observando por la ventana, viendo cómo Iván se alejaba con esa energía inagotable que solo los niños parecían tener. Sacudió la cabeza, intentando despejarse, pero no pudo evitar sentir una extraña incomodidad instalada en su pecho. Abrió su celular y, casi por inercia, empezó a escribirle a Tomi.

Las galletas tenían algo raro, boludo.

¿Raro cómo? ¿Te enfermaste?

Rodrigo frunció el ceño, considerando si estaba exagerando. Las galletas en sí estaban bien, incluso sabían ricas, pero había algo en todo el asunto que no podía dejar de pensar.

No, pero el pibe... no sé. Me sigue pareciendo raro que se aparezca tanto por acá. Y lo de las galletas, o sea, ¿qué nene se pone a cocinar galletas con su mamá para agradecérmelo?

Tomás tardó unos segundos en responder.

Es un nene, Rodri. Capaz está aburrido, o le caíste bien, qué sé yo.
 

Rodrigo dejó caer el celular sobre el mostrador, rascándose la nuca. Quizás Tomi tenía razón. Al fin y al cabo, Iván no había hecho nada malo, solo parecía... demasiado entusiasmado por verlo. Su mente repasó la escena: esa sonrisa radiante, la mochila de Ben 10 colgando de un hombro, los comentarios halagadores. Casi como si estuviera... esperando algo más.

Sacudiendo la cabeza, decidió que lo mejor era no darle más vueltas. Solo un chico agradecido, nada más. Además, tenía que concentrarse en no quedarse dormido en plena tienda. Aunque el agotamiento del domingo seguía persiguiéndolo, al menos el café lo mantenía más o menos alerta.

Una vez más, el tintineo de la campanilla lo sobresaltó, haciéndolo enderezarse en su asiento. Pero esta vez no era Iván. Era su tío, con cara de pocos amigos, probablemente para asegurarse de que estaba haciendo su trabajo.

Rodrigo soltó un suspiro cansado y se preparó para otro largo día.




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