Prólogo

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Siempre he estado sola.

No ha pasado un momento en mi vida en que no recuerde ese sentimiento de vacío en el pecho.

Es curioso, ¿Verdad? Eso de que el ser humano es un ser sociable por naturaleza. Eso de que vivimos mejor en sociedad y que aprendemos a estar juntos. Eso de que la soledad se vea como algo negativo, algo que esquivar, algo que es mejor no apreciar.

Pues bien, os diré algo. La soledad es la más bonita de las compañías. La soledad te acaricia, te espera, te ama, te libera y te siente. La soledad siempre está para ti, siempre mira por tu bien, siempre te comprende.

En todos esos años sola, no dudé nunca que mi única compañía cuando terminara en esta vida sería, en efecto, mi gran amiga la soledad.

Para mucha gente, mi punto de vista era antisocial, sobrio, lúgubre, aburrido... Bueno, no me importaba que pensaran eso, no me importaba que hablaran de mi modo de vida, siempre y cuando no lo perturbaran.

Las calles de noche son más tentadoras, más deslumbrantes en su belleza, son todo aquello que tememos hacer pero que más deseamos. Los animales nocturnos son los más misteriosos y curiosos de contemplar.

Por no hablar del cielo nocturno. Más allá de la contaminación lumínica de una bulliciosa ciudad, las estrellas aguardan para ser contempladas por lo que nuestros diminutos ojos pueden captar.

La noche huele a soledad.

La noche olía a mí.

Esto era lo que pensaba todos los días, a todas horas.

Desde que tuve independencia económica me dediqué a aquello que siempre me atrajo, me dediqué a satisfacerme, a hacerme feliz.

Pero no lo conseguí.

Año tras año fui perdiéndome más y más en mis penumbras y en mis monstruos, en mi pasado, en mi cólera y, por supuesto, en mi soledad.

Llegó un momento en que nada me atraía, nada me hacía feliz.

Ni los paseos nocturnos a la luz de las farolas, ni el leve sonido de mis pisadas en una calle solitaria, ni mi trabajo, ni mis hobbies... Nada conseguía sacarme la felicidad que antaño me daba mi soledad.

La noche se fue convirtiendo en pesadillas.

La oscuridad empezó a oler a miedo.

Mi piano comenzó a hacerse más y más pequeño bajo mis temblorosos dedos.

La soledad empezó a hacerse mi enemiga.

Hasta que llegaste tú.

Hasta que apareció la única brisa fresca en el ambiente cargado.

De repente el mundo se volvió claro y energizado.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré flotando en el más bonito de los cielos. Sin quererlo, empecé a brillar reflejada por la estela que emanaba de tu cuerpo.

Y, entonces, dejé de sentirme sola. Dejé de querer apartarme de todo. Dejé de esconderme en mí misma y decidí mostrarme a alguien que merecía la pena.

Y eso es lo que te vengo a contar.

Vengo a contarte todas y cada una de las hazañas más remarcables de lo que yo llamo, la peor buena suerte.

Cartas a mi musaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora