2. Sin luz

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La tarde de mi numerito en aquella terraza de Sevilla Este, perdí varias cosas: el orgullo, la dignidad, a un ex con el que podría haber mantenido una relación cordial y a una amiga. La guerra templada que manteníamos Patri y yo estalló en una encarnizada batalla que agregó otra pérdida a mi lista.

Después de la disputa y el drama que monté, mis amigas decidieron llevarme a casa, pese a las protestas de Patri. Resultó que, mientras yo lloraba entre coche y coche en la acera de enfrente, su folliamigo había llegado al local donde tenía lugar el concierto. A ella apenas le dio tiempo a saludarlo cuando Sara le anunció que nos íbamos. Así que, ya de vuelta en coche, me lanzó algunos pildorazos que a mí, con el mal cuerpo que ya llevaba, me sentaron fatal.

—Es que no entiendo por qué nos teníamos que ir. ¡Siempre hay que hacer lo que ella quiera! Vosotras os queríais quedar, ¿no? ¡Podría haber cogido un taxi! —exclamó, fastidiada.

—Yo tenía el rollo cortado, la verdad —dijo Sara.

—¿Por qué no te has quedado tú allí? ¿Quién te lo ha impedido? —pregunté, cabreada.

—Sí, claro. ¿Pretendías que me quedara sola?

—No. Te podrías haber quedado con el feo ese que te gusta. ¡Ah, no! Que pasa de ti —agregué, mordaz.

—¿Qué sabrás tú lo que yo hablo con él, niñata? El que sí pasa de ti es Arturo, como ha podido ver media Sevilla esta tarde. Y no me extraña, porque claro, tanto que te palmea la chirla, que le has puesto los cuernos, al pobre chaval.

Estaba tan furiosa que no pude contenerme. Desde el asiento de atrás del coche de Sara, que conducía, alargué la mano hasta el del copiloto para agarrar un mechón del pelo de Patri, del que tiré con fuerza.

—¡Eh, eh, eh! ¡Sole, por Dios, suéltala! —gritó Ro, agarrando mi mano para evitar que siguiera tirando.

—¡Ah, ah! ¿Pero qué haces, zorra? ¡Me cago en tu puta madre, guarra de mierda! —exclamó Patri, aumentando mi ira e intentando girarse y sortear los brazos de Ro para emplear la violencia conmigo.

—¡Tía, Sara, para el coche, que estas dos se matan! —pidió Ro, desesperada.

Sara obedeció, nerviosa, y detuvo el coche junto al centro comercial Los Arcos, justo por donde íbamos. Patri se bajó hecha una furia y vino corriendo hasta mi puerta, pero Sara estuvo rápida y accionó los seguros. Estuvo propinando golpes en el cristal mientras yo le gritaba desde dentro toda clase de insultos y le hacía cortes de manga y otros gestos desagradables. Sara y Ro intentaban tranquilizarnos sin éxito, hasta que ella, furiosa y llorando, se dio la vuelta y se alejó. Fue entonces cuando Sara desbloqueó los seguros y pidió a Ro que fuera tras ella. Después, sin hablar, mi amiga me llevó a casa.

Antes de bajarme del coche, Sara me dijo:

—Os habéis pasado las dos. No quiero machacarte más, Sole, de verdad, pero espero que reflexiones.

—No pienso hablarle más nunca —afirmé, tajante, y cerré la puerta del coche sin dar tiempo a Sara a responder.

Me hubiera sentido culpable por usar la violencia así contra una amiga, más aún cuando tocara contárselo a Lola y a Sofi. Sabía lo que me dirían ambas. Pero, aquella noche, ya en casa, Patri me mandó un testamento vía WhatsApp en el que me maldecía a mí y a todas mis castas, prácticamente. La tía se despachó a gusto y me dijo todo lo que parecía que llevaba años guardándose: que era una zorra, que era incapaz de ponerme en el lugar de nadie, que era egoísta, caprichosa, envidiosa y carecía de todo mérito en la vida. Porque, pese a la mierda de persona que era, había tenido la suerte de nacer en una familia que me lo había puesto todo bandeja como para que yo pudiera tocarme el coño tranquilamente, que era lo que hacía. Justo después de enviarme todo aquello, se salió de grupo de WhatsApp de las amigas, llamado "Asuca", y me bloqueó. Ni siquiera me dio derecho a réplica.

Sole y el marchitar de las rosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora