1. Antimanual

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En los días posteriores a mi ruptura con Arturo, Lara me explicó que, a veces, la culpa es funcional: te ayuda a darte cuenta de lo que haces mal, te permite resarcirte, mejorar y reforzar tus principios. Forma parte del desarrollo personal. Pero también existen sesgos que nos hacen tener una interpretación errónea de unos hechos, o ponen el foco solo en lo malo y olvidan lo bueno.

No es funcional la culpa que siento cuando me voy de la oficina a las dos en punto, porque es cuando termina mi jornada laboral, aunque haya mucho trabajo por hacer. Ni tampoco la que sentí aquella vez en el instituto, en 3º de la ESO, cuando le pegué una patada en los huevos a un niño de mi clase, que lo dejó tirado en el suelo. Llevaba tres días tocándome el culo cada vez que pasaba a mi lado, y no fue suficiente con pedirle varias veces, por las buenas, que dejara de hacerlo.

Pero lo que sentí después de aquellos malditos cuernos sí era culpa funcional. Me lo merecía. Y me daba igual que mi entorno tratara de animarme diciendo que todo el mundo tiene derecho a equivocarse y enmendar errores. Yo quería regodearme en mi propia mierda porque era lo que me merecía. Solo de Arturo hubiera aceptado una cuerda por la que trepar hasta el exterior del pozo. Solo él podía darme la absolución, y no de cualquier manera, sino volviendo conmigo.

—Es que encima, encima, fueron unos cuernos tela de cutres, ¡joder! Podría habérselos puesto con cualquier cachas de mi gimnasio, allí, dejándome empotrar en un vestuario y corriéndome viva del morbo. ¡No! Fueron con Nando, tía. Con el imbécil de Nando. En mi puta casa, de la que él tenía llaves. Y ni follé, ¡es que ni follé!

Era la enésima vez que le repetía lo mismo a Sofi por teléfono, mientras mi prima se encontraba en Madrid.

—Sole, en serio, deja ya la cantinela. Pasa página, de verdad. Es cuestión de proponértelo —pidió mi prima.

—¡Pues cuéntame tú algo! ¿Se liga mucho por allí?

—No estoy en esas ahora mismo, la verdad.

—¿Me vas a decir ya qué te pasó para huir de esa forma?

—Yo no huí. Vine a hacer un máster, ya te lo dije.

—Ya, pero el día antes de que te fueras, me...

—Sole, por favor. No insistas, joder. Respeta mis límites.

No me convenía calentar a Sofi, que estaba aún más irascible que yo. Ya tensaba bastante la cuerda de la paciencia de mis amigas, especialmente, la de Patri. De todo mi grupo, con ella era con quien menos conectaba. Últimamente, ninguna de las dos se callaba nada, discutíamos por cualquier cosa y Lola, Sara y Ro ya se estaban cansando de mediar. Así que, como veis, no seguía ninguno de los consejos que me daba mi entorno para superar la ruptura. ¿Dejar de martirizarme con la culpa y aprender del error? No. ¿Controlar la ira? N-O.

Algo que tampoco hice fue dejar en paz a Arturo. Yo había tomado una decisión, la de serle infiel, y él había tomado la suya, que fue la de alejarse de mí. Él aceptó lo que hice, pero yo no acepté su reacción. Así que le escribí más de una vez. Mi hermana me amenazó con quitarme el teléfono y borrar su número, pero de poco iba a servir, porque lo tenía guardado en un cajón cerrado con llave.

Le preguntaba que cómo estaba, como si fuera una ex ejemplar interesada únicamente en su estado emocional. Él me decía que bien, pero nunca contestaba lo que yo, en realidad, quería saber: si me echaba de menos, si saldría el próximo fin de semana, adónde o si había posibilidades de que flaqueara, se dejase llevar y terminásemos en mi cama. No podía ser tan explícita en las preguntas, pero sí intenté tratarlo como a un amigo.

—Bueno, ¿qué? ¿Sales este fin de semana? —le escribí un viernes por la mañana, de un modo informal forzado y sin preámbulos.

Quería saber si era posible jugar la carta de la amistad, pero él fue tajante.

Sole y el marchitar de las rosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora