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El sol se filtraba entre las hojas de los árboles, pintando el suelo del parque con patrones de luz y sombra. Era uno de esos días en los que el aire llevaba consigo un ligero aroma a primavera, y las bancas estaban ocupadas por personas que disfrutaban del cálido resplandor del día.

Sentada en una de esas bancas estaba Ana, con su cuaderno en mano y la mirada perdida en el ir y venir de la gente. Era una joven con un aire soñador, con los ojos oscuros que reflejaban un mundo interior inquieto y una sonrisa tímida que asomaba en sus labios. Había decidido tomarse un descanso y dejar que su mente divagara mientras observaba a los transeúntes.

En ese momento, sus ojos se posaron en un hombre que caminaba con paso decidido por el sendero del parque. Llevaba puesta una chaqueta de cuero y unos jeans gastados que parecían ser sus prendas favoritas. Su cabello oscuro caía desordenadamente sobre su frente, y tenía una expresión seria en el rostro. Sin embargo, algo en su mirada intrigó a Ana, un destello de curiosidad o tal vez de tristeza.

El hombre se detuvo frente a un pequeño estanque y lanzó una moneda al agua, observando cómo las ondas se extendían en círculos concéntricos. Ana lo observó durante un momento más antes de decidirse a hablarle. Se levantó de la banca con cierta timidez y se acercó a él.

― ¿Haciendo un deseo? ―preguntó Ana, tratando de romper el hielo.

El hombre se giró hacia ella con sorpresa en los ojos, como si no hubiera esperado ser abordado por una extraña.

― Algo así ―respondió con una sonrisa leve que no llegaba a iluminar completamente su rostro.

Ana se presentó y él hizo lo mismo, llamándose David. Pronto, empezaron a conversar sobre cualquier cosa que se les ocurría: el clima, la belleza del parque, los libros que habían leído recientemente. A medida que hablaban, Ana notaba cómo la mirada de David se volvía más cálida, cómo su sonrisa se hacía más genuina.

El tiempo pareció detenerse mientras compartían anécdotas y risas. Ana se sentía cómoda en compañía de David, como si lo conociera desde hacía mucho tiempo. Pero sabía que aquel encuentro, por hermoso que fuera, era efímero, destinado a desvanecerse con el paso de las horas.

Y así fue como, cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, Ana y David se despidieron con un abrazo rápido y una promesa silenciosa de volver a encontrarse algún día. Mientras se alejaba, Ana no pudo evitar sentir una punzada de melancolía. Porque cuando empiezas a hablar con una persona desconocida, nunca sabes cómo acabarás con ella. A veces deja una huella imborrable en tu vida, y otras veces, simplemente se desvanece en el viento, dejándote con el recuerdo de un breve pero significativo encuentro.

Ana regresó a su apartamento con el corazón lleno de emociones encontradas. Había algo en David que la había intrigado profundamente. Se preguntaba qué habría detrás de esa mirada melancólica que asomaba de vez en cuando, qué historias ocultas se escondían tras su aparente tranquilidad. Pero sabía que no era prudente dejarse llevar por el impulso de querer descubrir más sobre él. Después de todo, era solo un desconocido que había encontrado en un parque, un fugaz encuentro en el vasto océano de la vida.

Sin embargo, por más que intentara apartar esos pensamientos de su mente, no podía evitar darle vueltas a la idea de volver a ver a David. ¿Sería posible que sus caminos se cruzaran nuevamente en algún momento? Ana se permitió soñar con la posibilidad, aunque fuera por un instante, antes de sumergirse en sus quehaceres diarios.

Los días pasaron y la vida siguió su curso. Ana se sumergió en su trabajo como editora en una pequeña editorial local, ocupando sus días con la lectura de manuscritos y la corrección de pruebas de impresión. Pero, a pesar de sus ocupaciones, no pudo evitar pensar en David de vez en cuando, preguntándose qué estaría haciendo en ese preciso momento, si también estaría pensando en ella.

Una tarde, mientras caminaba de regreso a su apartamento después de una larga jornada de trabajo, Ana se detuvo en seco al ver una figura familiar en la entrada del parque. Era David, con la misma chaqueta de cuero y la misma expresión serena en el rostro. Una sensación de emoción y nerviosismo se apoderó de Ana mientras se acercaba a él con paso vacilante.

― ¡David! ―exclamó, tratando de controlar la rapidez de su corazón.

David se giró hacia ella con una sonrisa cálida en los labios, como si hubiera estado esperando su llegada.

― Ana, qué sorpresa verte aquí ―dijo, extendiendo una mano en señal de saludo.

Ana devolvió la sonrisa, sintiendo cómo la tensión se disipaba poco a poco.

― ¿Qué haces por aquí? ―preguntó, deseando que la respuesta fuera algo más que una simple casualidad.

― Solo paseaba un poco. Y tú, ¿cómo has estado? ―inquirió David, con un brillo de curiosidad en los ojos.

Y así, entre risas y conversaciones, Ana y David pasaron el resto de la tarde juntos, como si el tiempo se hubiera detenido para permitirles disfrutar de aquel encuentro inesperado. Y aunque ambos sabían que el mañana era incierto y que sus caminos podrían separarse una vez más, decidieron vivir el momento presente con intensidad, saboreando cada instante como si fuera el último.

Porque, al fin y al cabo, la vida está llena de encuentros efímeros que pueden cambiar nuestro destino en un abrir y cerrar de ojos. Y quién sabe, tal vez el destino les tenía preparada una sorpresa que ninguno de los dos podría haber imaginado.

La guardiana del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora