~𝗘𝗹 𝗶𝗻𝘃𝗶𝗲𝗿𝗻𝗼 𝗱𝗲𝗹 𝗮́𝗿𝗯𝗼𝗹 𝗞𝗶𝗿𝗶~

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«Las historias de amor no tienen un final feliz.» Dijo alguna vez una persona de corazón roto. Es la regla cliché de las historias de amor.

Pues lívidos eran los ojos que acogieron mi corazón.

La nieve aún no cubría el campo, cuando la encontré bajo un morvoso árbol excluido del bosque, pues sus hojas no crecían. Le miré, quice hablar.

—Este árbol es feo y está solo —cabizbaja ella habló. —Acabo de llegar, ¿quieres ser mi amigo? —Terminó en alto.

El pastisal lloroso se undía de temor al encontrar sus ojos melancólicos. Sus ojos lÍvidos, que erizaron mi piel e hicieron cosquillear a mi estomago.
Le miré, acentí.

me abrazó, me abrazó y mi corazón no se apartó.

Enlazabamos nuestras manos, se pintó mi alma.
Hablaba sobre flores, sobre dolor, sus ojos se empañaban y yo triste escuchaba aquel llanto, siempre escuchaba. Aunque crecía, no abría las alas, decendía, lloraba, moría.

Le miraba, besaba con mis pupilas, besaba con el alma.

En invierno pescaba resfriados fuertes, saltando cómo conejo sobre la nieve a pies desnudos rojo vivo y su respiración se volvía espesa. —¡Mi estación favorita! —Exclamaba.

El cosquilleo antes dicho ahora eran mariposas revueltas a las que me había acostumbrado, al chocar miradas, al acariciar su rostro, al decir te quiero. Era un ángel de alas cortadas, de ojos vendados, de manos cálidas y de sonrisa perlada.

Le miraba, sonreía, besaba con el alma.

Paraba en seco y de reojo inquieto miraba ese árbol viejo, feo, solo.
Unos hilos brillantes que colgaban de sus ramas decaídas en desgracia.
Y los hilos bajaban unos metros cerca del campo blanco, en sus puntas si había final feliz, con flores de origami simulando el árbol Kiri en quien ella soñaba despierta.

Nos acurrucabamos en la nieve siendo abrazados por el frío bajo el árbol. Sacaba recortes morados brillantes de su vieja canasta de campo. Empezaba otra vez:
Doblar, desdoblar, pegar, soñar.

Me miraba, me sonreía y yo era el ser más feliz del planeta.

—Quisiera ser un árbol kiri —ella Balbuceaba. —¿Mañana podemos volver a colgar flores? —Preguntó con voz de cristal.

Le miré, asentí, sonreí. Pero ella no...

El rocío aún caía cuando fuí al árbol para verle, el sol aquel día derretía la nieve, derretía el alma.
Y el árbol se abrazaba de hilos brillantes, de flores de origami, de su cuerpo apenas cubierto.

Pues una soga añeja escaza de luz del sol, colgada de la rama. Sus pies rojos por el ardor del hielo, su rostro era lívido, sus ojos apenas abiertos inchados por el frío y el aficcio.

Lloré, le recosté sobre el blanco del suelo, me aferré a su mano, la besé y callé.

Las historias de amor dependen del corazón, cuan cobarde fue el mío para no salvarla.
Entonces por pavor al suyo alguna vez herido, cuando el sol derrite la nieve, camino a nuestro árbol con una canasta de campo llena de hilos y flores brillantes.

Mis labios, sus petalos, chocan.
Pensando en los suyos.

Decoro las ramas firmes que dejó, con detalles eternos. Y su alma cobra vida, sonrie, sonrie como no logró hacerlo ese día y el árbol pinta el bosque como pintó ella mi historia.

Es la muestra del amor lugrube que un día callé. El que besaba con mis pupilas, al que sonreía, al que cosquilleaba mi estómago, al que besaba con el alma.

Mi corazón no estaba listo para que se fuese, el de ella si.
Mis manos no estaban listas para soltarle, pero las suyas si.

Me aferré a mi vida y no salvé la de ella.

Por ello cumplo su deseo en forma de perdón, pues cada invierno que me faltes, el árbol Kiri florecerá.

El invierno del árbol Kiri ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora