Kensington Hall

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Tras una semana de frenética actividad, no había rincón de su nueva ciudad que no hubiera recorrido.
Se sentía más sereno y familiarizado con su entorno, aunque aún quedaban cabos sueltos por atar —todavía no conocía a su entrenador ni se había trasladado a la residencia universitaria donde viviría en los próximos meses—.
Todas las mañanas acudía religiosamente a The Psalm, un bar histórico de la ciudad de aspecto turbio, incluso tenebroso, donde se destilaba cerveza y se aglutinaban todos los estratos sociales de la ciudad. El camarero del turno de mañanas era Eric, un emigrante mexicano que ya llevaba cinco años en la ciudad con el que Pablo hizo buenas migas inmediatamente.
—Buenos días, dude —profirió Eric mientras secaba unas copas—. ¿Lo de siempre?
—Buenos días, tío. Sí, café con leche.
—Tío, me encanta eso de los españoles, tío —repitió con gracia.
Y desapareció en el almacén riéndose para sí mismo.
Eric era de trato fácil y alma tranquila. Llegó a la ciudad hacía ya un tiempo con el deseo de aprender inglés e intentar ganarse la vida como economista, para lo que había estudiado en su país natal. Pero las cosas no fueron como él esperaba «una serie de contratiempos, no más», como él solía decir. Aún así decidió quedarse. Había conseguido una red de amistades con las que se sentía muy bien y, lo más importante, allí tenía a su pareja, Mike, un chico sencillo de su misma edad, profesor de instituto, del que ya no quería separarse.
Todo el mundo quería a Eric. La clientela del bar aumentó estrepitosamente desde su llegada. Contaba historias personales mientras preparaba desayunos, llamaba a los clientes habituales por su nombre, y todo con una sonrisa congelada en su cara todo el tiempo. Para el mundo anglosajón, a pesar de estar acostumbrados a los latinos desde hacía décadas, su comportamiento no dejaba de ser novedoso y, gracias a él, encontró su lugar en el mundo.
Volvió, tras unos minutos, con un pesado barril de cerveza entre sus manos. Lo dejó en el suelo, detrás de la barra, y comenzó a preparar a Pablo sus café.
—¿Sabes qué significa psalm?
—Salmo, ¿no?
—Sí, salmo. ¿Pero sabes por qué? Quiero decir, ¿te has dado cuenta de que aquí todo se llama quaker o psalm o algo por el estilo? Bueno, todo no, muchas cosas.
Pablo asintió.
—Por los puritanos y los cuáqueros, ya sabes. William Penn fundó la provincia de Pensilvania en 1644. Más tarde fue una de las famosas trece colonias que, una vez independizadas de la metrópoli, dieron lugar a los Estados Unidos. Los primeros europeos, o al menos el grupo más numeroso, fueron puritanos y cuáqueros que escapaban de la persecución religiosa de manos de..., no sé qué rey. El salmo, psalm, era muy importante para estas sectas católicas, que denostaban el ornamento o lo artificioso y que abogaban por lo plano, por lo soso, por lo austero, por la vida contemplativa, por seguir la palabra De Dios. William Penn ayudó a propagar este..., ¿credo?, por todo el país. Así que sí, estás en un lugar muy attached al fervor religioso.
Y le sirvió su café.
—Sí, algo había leído. Bueno, no creo que sea tan así, ¿no? Eso espero, al menos.
—Hay de todo —dijo Eric mientras ondeaba su mano hacia abajo—. Voy a ver qué desea este señor.
Pablo degustaba su café en la barra y pensaba en las palabras de Eric. Él no tenía arraigo religioso y le chocaba que hubiera gente que sintiera tal fervor, aunque no se extrañaba en absoluto, sabía que en España todavía había gente, más de lo que se cree, que va a misa los domingos o que se siente verdaderamente creyente. Se preguntaba si ambos países eran equiparables, dudaba que se viviera le religión en Estados Unidos igual que en España.
Tras el café, Pablo hojeó un periódico atrasado y se apuntó algunas palabras nuevas en un cuaderno. Sabía que solo así podría avanzar rápidamente con el idioma, lo que para él era una obsesión, y desde su llegada ya había guardado en su cabeza un buen montón de palabras y expresiones nuevas.
Se despidió.
—Hasta luego, tío.
Bye, man —contestó Eric—. Te veo pronto, ¿no?
—Sí, seguro. Hasta luego.
Pablo se dirigió al hotel. Ya tenía todo preparado para mudarse a Kensington Hall. Este nuevo movimiento le provocó cierta inquietud. Hasta ahora, sobre todo desde que conoció a Eric, se había movido en una zona de confort en la que se movía con tranquilidad. Ahora, sabía, emprendería un nuevo comienzo, y este le aterraba.
Kensington Hall era el nombre de la residencia universitaria que le habían asignado desde la organización de la Eagle's League, mediante la cual le otorgaron la beca para estudiar en la Universidad de Filadelfia. Al mismo tiempo recibiría un cuantioso sueldo, no un sueldo de estrella de fútbol, por supuesto, sino uno que le permitiría vivir holgadamente y con el que incluso, si no despilfarraba, podría ahorrar un buen puñado de dólares.
Se sentía afortunado cada vez que recordaba cómo había llegado a los Estados Unidos y cómo se ganaría la vida. Para él estudiar no era un problema. A diferencia de otras personas disfrutaba al hacerlo, pues desde pequeño había aprendido a organizarse bien y a maximizar el tiempo de la mejor manera posible:  iba al grano y no desperdiciaba un solo segundo.
En cuanto al fútbol, ya desde pequeño destacaba. Comenzó a llamar la atención de entrenadores desde primaria, época en la que sus padres vieron la necesidad de bajarle los humos y ponerle los pies en el suelo, pues empezaba a fanfarronear entre sus amigos y compañeros de equipo y de colegio. «Siempre  habrá alguien mejor que tú, no lo olvides, hijo», le decían sus padres. O, «no pasa nada por perder, es imposible ganar siempre». Sus palabras surtieron efecto, y al alcanzar la adolescencia ya era un convencido de estos valores.
Miró al hotel que había sido su casa durante los últimos siete días, suspiró y se subió al taxi que lo llevaría a su nuevo hogar. «Kensington Hall, here we go». No pudo evitar emocionarse.
—¿Soccer player? —preguntó el taxista ni bien le dio la dirección.
—Sí —contestó Pablo—. Soy nuevo en el equipo.
—¿Reds or blues?
—¿Cómo?
—Los rojos son los Kennies, los Kensington Bears. Los azules son los Coyote Blues. Rivales históricos.
—Oh, sí, entiendo. Me temo que jugaré para los Bears, espero que sean de su agrado.
—No lo dudes. Son mi equipo desde hace años. La ciudad se ha volcado con ellos. Bueno, la mitad de la ciudad. Prácticamente se reparten los campeonatos, supongo que lo sabes.
—Aha —contestó escuetamente—. A Pablo todavía le suponía un esfuerzo hablar en inglés, prefirió cortar la conversación ahí mismo.
Y llegaron a destino: Kensington Hall.
Pablo pagó a Kennie, el taxista, quien le ofreció su número por si algún día necesitaba un viaje.
—Muchas gracias, Kennie. Lo guardaré.
—¡Mucha suerte!
El edificio era majestuoso, de ladrillo. La fachada revelaba los años que debía estar en pie, seguro que para otros usos, con moho en algunas esquinas, manchas de humedad por aquí y por allá y con ciertas mellas en su friso y en las cuatro columnas dóricas que recibían a los huéspedes. Las múltiples ventanas, enmarcadas por piedra beige, permitían la entrada y salida de la luz del sol gracias a unas puertas de madera laminada del mismo color. Si había una ventana por habitación, habría cientos de estudiantes bajo el mismo techo. Esperaba no tener que vivir hacinado.
Al entrar todo el mundo le miraba. Se sintió un forastero en toda regla y un sentimiento de desarraigo y no pertenencia le recorrió todo el cuerpo. Tragó saliva y se lamentó por estar en ese lugar en ese preciso momento.
Pensar en su familia, en Lucía, en Lola, en Ally o en Juan fue inevitable. Su memoria le transportó a la adolescencia, a los buenos tiempos de the team, a la buhardilla. Deseó estar en España con todos ellos, en el confort de lo conocido, con la tranquilidad de lo fácil. Sintió un vacío profundo y un sentimiento de ahogo. «No sé qué hago aquí», pensó. Pero allí se encontraba, y si algo le caracterizaba es que no se echaba atrás, iba siempre hacia delante, sorteando todo tipo de obstáculos y superando toda clase de dificultades, por difíciles que estas fueran.
Habitación 208. Había llegado. Sabía que tendría que compartirla con alguien, con un compañero. Al entrar solo vio desorden y caos. Su mitad de la habitación estaba desnuda, sin ornamento. Miró alrededor y vio dos camas, dos armarios medianos y dos escritorios. Como había imaginado cada habitación dispondría de una sola ventana pero, al menos la suya, era mucho más espaciosa de lo que parecía desde el exterior.
Empezó a colocar todos su sus bártulos mientras miraba de refilón las pertenencias del compañero. Sentía curiosidad por conocerle, y a juzgar por como estaba todo dispuesto en su mitad vendría pronto, pues había restos de comida reciente y el ordenador estaba cargando.
Cuando estaba a punto de terminar se abrió la puerta haciendo que Pablo se sobresaltara, como si le hubieran pillado haciendo algo malo.
—Ah, has llegado ya —dijo una voz con desgana.
—Hola, colega, soy Pablo —dijo extendiendo su mano de la manera mas encantadora y amigable posible.
—Yo Ben —dijo sin inmutarse y dejándose caer en la cama.
«Qué simpatía», pensó Pablo sintiéndose desgraciado.
Pero no era rencoroso, y su dignidad e instinto le indicaron que no debía hacer ningún esfuerzo en ese momento, ya tendrían tiempo para conocerse. Su primera impresión, no obstante, fue pésima, el desarraigo se convirtió en angustia, y el gusto que quedó en su boca fue de lo más amargo. Deseó que se cumpliera eso que decían algunos sobre los comienzos, sobre que los malos comienzos evidencian buenos finales. Y a esa idea se aferró, porque si lo vivido fuera un indicador de cómo viviría su aventura americana, este le estaría anunciado el peor de los presagios.

Kensington Hall (Libro II Trilogía The Team). En proceso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora