Pi

19 2 0
                                    

Pablo apenas durmió.
Su primera noche en Kensington Hall fue extraña, larga, oscura en el sentido menos obvio de la palabra. Le recordó a esa vez que compartió habitación en un albergue de Praga, donde se oían las inspiraciones y las exhalaciones de desconocidos de dudosa higiene y donde nadie se atrevía a moverse dentro de las sucias sábanas que les dieron en recepción.
No sentía que hubiera nadie respirando el mismo aire que él, denso como el plomo, pero su compañero estaba ahí, y eso le creó una sensación de inseguridad que le mantuvo en vela toda la noche. Miraba su reloj y recordaba a sus amigas y amigos, su casa familiar. Se preguntaba qué estarían haciendo todos en ese preciso instante.
Cómo les echaba de menos. Se sentía intranquilo, como despegado de su cuerpo. Pensaba en el maldito momento en que se le ocurrió dejarlo todo para irse a vivir a un país tan ajeno a todo cuanto conocía. Quería compartir su vida con Lucía, con Lola, con sus amigos de toda la vida, no con ese tal Ben, a todas luces engreído, maleducado y desagradable, con el que tendría que convivir los próximos meses. 

Un poderoso sentimiento de vacío y desafección se apoderó de él, y tuvo la tentación de no salir de su cama nunca más, de sumirse en un largo letargo, de crionizarse como Walt Disney y despertar varios siglos después. Pero no lo hizo. Decidió sumirse en la lectura, su más fiel aliada en ocasiones de estrés y desconcentración. También su compañera cuando necesitaba desprenderse de pensamientos negativos o de distraerse. Necesitaba ponerse a otra cosa, conciliar el sueño lo antes posible. Mañana —ya era mañana—sería otro día.

Al despertarse, y para su sorpresa, encontró un inesperado whatsapp de Sara —¿su ahora madre americana?— a quien pasó su nuevo número el día anterior. Espero que te hayas instalado bien y que todo esté en orden. Saludos, Sara.
Las palabras de Sara le hicieron sonreír, y se alegró mucho de que hubiera alguien por esas latitudes capaz de dedicarle un pensamiento y de preocuparse por él, aunque solo fuera por cordialidad.
Le contestó al instante: Sí, todo bien. Aún acomodándome. Muchas gracias, Pablo.
El breve pero reparador sueño y el mensaje de su nueva —¿amiga?— le hicieron sentir mejor inmediatamente. Decidió continuar en la cama, hacerse, poco a poco, con su nueva habitación, y decidió continuar con su lectura, el primer libro de Los Juegos del Hambreesta vez en inglés—, que tenía guardado en su Kindle. 


Estar en conexión con Lucía, su amiga del alma, la misma que le descubriera esta y otras sagas literarias en el pasado, consiguió aumentar su serenidad. Sin darse cuenta había avanzado unas cien páginas del tirón en un espacio de tiempo en el que las sábanas de Ben parecían más la muda inerte de una serpiente en el desierto que una tela que cubriera el cuerpo de un ser humano. Llegó a dudar si su compañero estaba vivo o muerto o de si, acaso, estaba todavía allí. Se inquietó de nuevo, pero el cansancio pudo más que sus ganas de leer y acabó vencido por el sueño de nuevo. Fue dejando, poco a poco, el libro en su regazo, sin molestarse en poner el marcapáginas. Se dejó llevar por la suave inercia del momento, y en un  abrir  y cerrar de ojos su pecho subía y bajaba rítmicamente dejando un aullido apagado y hueco, un aullido de paz.

Al despertar —no supo cuándo— sintió que le observaban. Se sobresaltó al comprobar que dos ojos azules le clavaban vilmente la mirada.
Good morning, mate. You must be Pablo.
—Sí, soy Pablo —contestó en un intento frustrado de no sonar borde.
Te lo dije ayer, se dijo a sí mismo, pero no quiso responderle con el tono hostil que, en cambio, recibiera él la noche anterior. 
—Perdona por ayer. Estaba un poco, bueno, bastante bebido. En nada empiezan los entrenamientos y salimos ayer todos los del equipo. Teníamos que aprovechar, no podremos hacerlo hasta las siguientes vacaciones, ya sabes.
Esta vez parecía otra persona. De su discurso se desprendía cordialidad e incluso buenos modales. Hubo un tono conciliador, de disculpa, que convenció a Pablo de que todos podemos ser unos cerdos en algún momento de nuestras vidas, incluso él mismo, admitió.
—No te preocupes. Eso nos pasa a todos.
Pablo se sintió aliviado y Ben parecía ahora el compañero ideal. Se alegró de que el Hyde que conoció la noche anterior se hubiera transformado en el Doctor Jeckill, una persona que cuyos rasgos faciales, andróginos y relajados distaban mucho de los de la persona de gesto endurecido de la noche anterior. Nunca habría imaginado tal transformación.
A pesar de la cordialidad de Ben, Pablo —aún en la cama— se sintió algo amenazado, como en desventaja. Se preguntó cuánto tiempo llevaría observándolo. Hzo un esfuerzo por salir de la cama, y deseó dar un salto en el tiempo, verse en uno o dos meses con —ojalá— sus nuevas rutinas adquiridas. Sintió pena de sí mismo. Allí, en el extranjero, en pijama, delante de un total desconocido, no podía sentir más que autocompasión, pero debía esforzarse y seguir con lo planeado. Tenía que personarse cuanto antes a su entrenador. Debía empezar a rodar, poner en marcha un motor que creía no podría funcionar a pesar, incluso, de no haber sido accionado todavía. Solo debía poner en orden sus ideas, resetear, observar la situación y, con toda la calma del mundo, apretar el botón de inicio.
Y lo apretó. Vaya si lo apretó.
—¿Has desayunado ya? Te invito a tomar algo.
A don de gentes no le ganaba nadie. Se sentía cómodo tomando la iniciativa, y esa ocasión merecía un quiebro total, uno capaz de dar la vuelta a la situación. 

Kensington Hall (Libro II Trilogía The Team). En proceso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora