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Hubo un estruendo, un fogonazo tan potente que hizo amanecer el cielo estrellado y luego gritos, muchos gritos. El jefe de la tribu se levantó unos segundos antes de aquello, quizás movido por alguna intuición primitiva que lo puso en alerta, quizás por mera casualidad. Apartó las pieles sin curtir que fungían como tapadera en la cueva y gritó tan alto como su garganta se lo permitió. Había dieciséis personas en ese campamento, solo quince salieron de ahí.

—¡Máma! —chilló la joven de cabello negro, rodó sobre sí misma en un inútil intento de alcanzarlos, pero el dolor en su pierna era inmenso.

Una mujer anciana se volteó con los ojos llorosos y dudó al verla tendida sobre aquel petate de hojas. Fue su instinto maternal el que la incitó a volver por ella, sin embargo, un grito por parte del jefe bastó para que la dejara atrás como todos los demás.

La chica vio a la tribu huir sin voltearse y el pánico en su pecho se hizo tan grande que comenzó a sofocarse, pronto entendió que estaba llorando. Segundos después, ya no veía a nadie, su gente se había esfumado con el polvo y, donde antes había habido una explosión tan fuerte que hizo la tierra temblar, ahora solo quedaba silencio y calma.

Luego de un rato, el miedo comenzó a difuminarse entre el silencio, ella se arrastró a la salida, un poco temerosa, un poco intrigada y muy adolorida. Apretó la tierra bajo sus puños, y gruñó maldiciendo entre dientes su herida, su condena. No duraría mucho tiempo así y lo sabía mejor que nadie.

Esa chica era la más joven de la tribu. Entre todos esos mozalbetes, ella jamás había brillado por su fuerza, tampoco por sus habilidades en caza, ni siquiera era útil cuando le tocaba cuidar a los enfermos. Minji era una de esas mujeres que servirían para preservar la raza o morir por mera selección natural, exactamente como estaba pasando en ese momento. Aun así, había cumplido los dieciséis años hacía poco tiempo y el ritual de iniciación era algo a lo que se sometían todos y cada uno de los jóvenes.

Su turno había sido el mediodía anterior. Salió de la choza con la mirada prepotente del jefe pegada en su nuca y una lanza que ella misma afiló por semanas entre sus manos. ¿El resultado? Un enorme bisonte muerto; desafortunadamente, al desplomarse semejante animal, cayó sobre su pierna izquierda y su rodilla terminó volteada. El dolor fue horrible y el ritual, una vergüenza. Una vez pasado el susto, se le hizo incluso lógico ser dejada atrás, después de todo, en su condición no le quedaba más que esperar la muerte, nadie daría nada por ella. Así funcionaban las cosas.

Sin embargo, Minji no pretendía darse por vencida tan fácil. Secó su rostro, afuera de la cueva, la enorme luna plateada iluminaba el gris de la arena, una brisa inusualmente cálida corría y, a lo lejos, un resplandor azulado se levantaba del suelo. Miró a su alrededor en busca de algún peligro, rogaba a la Madre Viento no encontrarse con los ojos amarillos de algún depredador asechándola desde detrás de las rocas, pero, luego de tal estruendo, lo único vivo en kilómetros a la redonda era ella. O por lo menos eso parecía.

El resplandor captó de inmediato su atención, verlo era tan extraño que incluso se había comido su miedo, su pena. Y es que lo que tenía en frente no parecía otra cosa que un precioso lago, la luna se reflejaba en él y la invitaba a beber, a lavarse las lágrimas con la frescura de sus aguas. Movida por la curiosidad, se arrastró hacia allí. A pie no habría resultado una gran distancia, aunque a rastras, la historia era muy diferente. Demoró casi una hora entera en estar lo suficientemente cerca como para darse cuenta de que aquello no era agua ni nada parecido.

Sus dedos rosaron el suelo brilloso y sólido, se sentía suave y resbaladizo, más no húmedo. Esa cosa era muy parecida al hielo, pero no resultaba frío ni mucho menos blanquecino como solían tornarse los lagos congelados. El invierno golpeaba fuerte cada cierto tiempo y Minji lo conocía suficiente como para saber que eso no era hielo.

Faltaba más de un milenio para que eso que ella estaba viendo fuera nombrado como lo que era: burdo y ordinario vidrio. A los ojos de esa condenada chica era un espectáculo maravilloso, pero lo más llamativo no era el vidrio recién solidificado sino el resplandor que había debajo de él, de alguna forma parecía proyectar un vacío entre la capa transparente y el suelo brillante y a Minji le daba la sensación de estar flotando.

Se arrastró guiada por la intensidad de la luz, se volvía más brillosa a medida que se acercaba al centro de ese oasis de incandescencia. Cuando por fin hubo llegado al borde, una corriente helada subió por su espina y volvió a sentir terror, ahogó un nuevo sollozo y se volteó: la cueva no estaba lejos, podría volver aunque aquello supusiese un gran esfuerzo. Pero había algo que la incitaba a seguir adelante, el suelo vibraba bajo sus manos y le daba la fuerza y el valor que necesitaba para continuar y ella así lo hizo.

Con sus dedos se aferró al filoso borde de ese pozo y miró dentro, la impresión le hizo ahogar un suspiro y parpadeó unas cuantas veces para asegurarse de que sus ojos no mentían.

En el fondo del cráter había un ser extraño, Minji en seguida lo reconoció como otro ser humano, una chica; sin embargo, era muy diferente a ella: su cuerpo era delgado; a diferencia de los suyos, sus muslos eran finos, podía distinguir el filo de sus huesos bajo esa piel grisácea, podía ver también lo rígido de sus músculos que se marcaban en esos extraños ropajes que no parecían otra cosa que piel de mamba; y algo que ella jamás había visto antes sino en animales: su cabello era del color de las espigas de trigo, incluso más claro que aquello.

Minji se quedó hipnotizada ante tal imagen y una sensación extraña le llenó el pecho. Su instinto le rogaba que regresara a la cueva, pero su corazón blando le llevó a bajar.

Era tan joven como ella. La examinó más de cerca. A duras penas logró ponerse en cuclillas a su lado, aguantó un quejido al momento de mover la pierna, pero la chica ni siquiera se movió. Minji demoró un rato en tomar la suficiente confianza como para tocarla y lo primero que hizo fue apartarle el cabello del rostro: tenía facciones aniñadas y labios tan rojos como la sangre de sus venas, asumió que debía de pertenecer a alguna otra tribu. Había oído leyendas de gente que vivía en las montañas, se contaba de ellos que se envolvían en pieles de lobo y tenía ojos azules como el cielo, cabello blanco para confundirse entre la nieve. Debía ser una de ellos.

Tocó también sus ropajes y se quedó maravillada ante tan suave tacto, quizás aquello no era otra cosa que su propia piel porque no conocía animal cuyo cuero se sintiera como lo que acababa de tocar: tan liso, tan perfecto.

Y luego tocó sus brazos desnudos, deslizó su palma por el interior del brazo izquierdo y su corazón dio un vuelco. Estaba helada, esa chica tenía que estar muerta, pero Minji logró distinguir algunos espasmos en ella, entonces intentó moverla, la puso boca arriba y su cabello dorado se desparramó en el piso, la luz se colaba entre sus hebras y le oscurecía el rostro, entonces notó otro detalle: tenía dos enormes protuberancias en la cabeza, eran tan negras como sus vestiduras y de ellas colgaban extrañísimos hilos plateados. Minji se alejó de inmediato, se recostó en una de las paredes del cráter y desde allí se dedicó a esperar y esperar, pero el sueño y el cansancio terminaron por vencerla.

Más allá de las nubes (Jiyoo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora