capítulo tres

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La mañana y los primeros rayos de sol no tardan en aparecer atravesando su ventana. Conway abre sus ojos, está boca arriba y lo primero que ve es el techo que ya conoce perfectamente porque siempre, de alguna u otra manera, acaba en esa posición al despertar. Aunque todo está como siempre, algo se siente diferente de este día. Al principio lo atribuye a que había dormido mal esa noche, ya que las bolsas oscuras debajo de sus ojos no tenían como mentir; estaban allí por algo. Pero, con el pasar de los minutos, nota una extraña tensión en el aire, la cual prefiere ignorar por el bien de su salud mental.

Con cansancio, porque a pesar de haberse duchado hace un rato, este se niega a abandonar su cuerpo, se dirige a la cocina para servirse alguna cosa y desayunar antes de irse a clases, pero cuando abre el refrigerador, este está vacío. Conway soltó un suspiro, su mirada se deslizó al mesón y allí encontró un papel con algo escrito.

Tomó la hoja con aburrimiento y la leyó, a pesar de que era una pérdida de tiempo, pues ya sabía lo que diría allí, no era ninguna novedad.

Cómo no. Pensó Conway, dejando la hoja de papel en el mismo lugar de donde la sacó y se giró para servirse, al menos, un vaso de agua para comenzar el día.

Tan pronto como el vaso se llena, una brisa fría llena la habitación y el cuerpo de Conway reacciona de inmediato tensándose en su lugar. No de nuevo, le pidió mentalmente a una divinidad inexistente y en la cual no creía, pero ahí estaba, rezando porque aquello no se volviera a repetir.

Si tenía suerte —la cual obviamente no tenía—, esto podría tratarse solo de la misma pesadilla y él seguía durmiendo. Se lleva el borde del vaso a sus labios y bebe, ignorando que el cambio de temperatura se hacía cada vez más notorio, sobre todo en su espalda y que, evidentemente, no era el único en la cocina. Pero su pensamiento era: Si no le hace caso, no existe.

—Buenos días —escuchó decir Conway a sus espaldas, a una distancia prudente, pero aún así demasiado cercana para él.

—¿Has podido dormir bien? —preguntó nuevamente la voz una vez que el mayor se volteó para mirarlo.

El rubio se fijó de inmediato en las ojeras que rodeaban sus ojos e, incluso si por su mente pasó que le daban un aspecto lindo y atractivo, se lo guardó para sí mismo.

Conway arqueó una ceja y se cruzó de brazos, observando al rubio al otro lado de la encimera.

—Tengo una pregunta mil veces mejor, ¿por qué sigues aquí? —inquirió, ganándose una expresión de confusión del contrario, que se señaló a sí mismo con extrañeza.

—¿Te refieres a mí?

—No, a mí —respondió con sarcasmo y luego suspiró—. Claro que a ti, gilipollas.

Gustabo abrió la boca y en su rostro se dibujó una mueca de indignación.

—¡Dijiste que me ayudarías! ¡Lo prometiste!

—Pensé que eras una puta pesadilla y que desaparecerías esta mañana al despertar, pero no tengo tanta suerte al parecer —admitió como si nada, agarrando y bebiendo el último poco de agua que le quedaba en el vaso y dejándolo en la encimera.

Hacía esto mientras Gustabo miraba cada uno de sus movimientos, su ceño fruncido.

—Lamento decirte que no, no era una pesadilla —soltó, ofendido—. Estoy lejos de ser una pesadilla —murmuró por lo bajo, aunque Conway alcanzó a oírlo, pero no le dio importancia.

El silencio se instaló en la cocina. Gustabo carraspeó y se deslizó alrededor del mesón.

—Por cierto, llegué hace algunas horas y mientras estaba afuera aprendí algo nuevo —comentó con desinterés para llenar el silencio, pero Conway pudo notar el tono de emoción debajo de ese desinterés fingido.

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⏰ Última actualización: May 17 ⏰

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