Encuéntrame a la hora que dicte el reloj del conejo blanco

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En Concordia había nueve grandes sectores, de los cuales, Selena se infiltró en el sexto, justo en las plantas fabricantes. Inmensos muros de piedra, raíces y barro que rodeaban todo un campo de hierba muerta. Unos últimos matorrales germinaban de las esquinas, deseosos por un suspiro de calor abrazante.

El área se dividía por extensos recovecos unidos en el centro de la cornucopia en lo alto de la gran torre, bordeado por miles de guardias y soldados del reino. Pasaron veinticuatro horas exactas desde que allanó el territorio de las Plagas y, hasta el momento, ningún sujeto reconoció su usurpación, ni siquiera el amigo con el que Jensen habló antes de morir. En la oscuridad de la fábrica, todo el sexto sector se limitaba únicamente a hacer su trabajo de elaborar balas de cobre letales para el Rey.

Costa Mia, su frío soplo de viento que emergía del boscaje, atravesó los barrotes de la abertura al lado de su catre cubierto de moho. Ese tipo de apaciguamiento inquietaba los espacios que permanecían sus pensamientos sobre él, su mayor enemigo, el Espíritu Nocturno.

Se humedeció los labios amoratados, raspándose la lengua por los cortes resecos, concentrando su mente en la perla que la llevó allí en primer lugar. El Rey, Wolfgang, no estaba en Concordia. Por ello, durante el tiempo del sol en el cielo estudió cada recodo de la sección. En el atardecer finalmente pudo descubrir algo, un joven al que tenían encerrado en un escondrijo bajo tierra a tres paradas de su compartimiento.

Así que allí se encontraba, tomando el envoltorio cortado de su camiseta y contando las zancadas que se distanciaban en la negrura. Lanzando una última mirada, salió y el aire caló la tela del uniforme. Con cada paso, la pepita de oro golpeó su pecho hasta llegar al recinto indicado. Sacó la llave que había robado del salón de maquinarias y abrió la puerta lentamente.

Apenas se percibía el brillo de la luna al término de los peldaños, aun así, consiguió ver las acciones del joven entre los barrotes de la celda. Saltaba tan alto que casi llegaba a tocar el techo ruinoso, usando nada más que unos pantalones desteñidos y botas desgastadas. Supo que atisbó su intromisión al verle la leve vacilación en los músculos tensos de su espalda. Carraspeó, pero el joven no paró su ejercicio ni un segundo.

—Ven aquí —le ordenó Selena con la supuesta voz de Jensen.

—¿Qué quieres? —repuso, sin mirarla—. ¿Ahora molestan cuando es de madrugada?

—Traje alimento. —Sacó del envoltorio una botella de agua y dos paquetes de maní, su ración de comida diaria, del cual ella se abstuvo a cambio de obtener respuestas.

—Tú no eres uno de ellos —dijo, sonando bastante seguro de ello.

Ante eso, vio el tatuaje de tres puntos en diagonal que llevaba en el brazo izquierdo. El símbolo de un Folk. El símbolo de los cazarrecompensas privados de Lewis Buchanan.

—Eres un Folk —susurró.

—Era —musitó el joven, la tenue luz bailando en su rostro al alejarse de las sombras. Se apoyó en el barrote frente a ella, escudriñándola con los ojos rasgados, oscuros, casi negros—. ¿Quién eres?

—Voy a ayudarte a salir si me dices la razón por la que te encerraron.

—Contesta la pregunta primero —demandó.

—Soy un Habitante del Hueco —respondió a regañadientes. El joven frunció el ceño.

—Mentiroso. No hay jóvenes en el Hueco.

Entonces, él pasó un brazo por los barrotes, agarrándole el codo con intención de dislocarlo, obteniendo por respuesta un puñetazo en el pómulo derecho que lo hizo retroceder a trompicones.

Pesadilla en la puesta de solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora