Mariposas del crepúsculo violáceo

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Ellos vienen sin ser bienvenidos, en toques que estremecen. Se funden en un largo silencio, colman, tensan el cuerpo hasta levitar en otro, el que vemos al cerrar los ojos; en el que lloramos por ayuda, en el que nadie escucha.

—Miren al salvador —el susurro se entierra en su piel—. Protege a todos, pero ¿quién lo protege a él?

Y entonces, despertó por tercera vez esa noche, ensombreciendo con su pesar cada esquina de la solitaria habitación.

A veces volvían esas memorias desasosiegas que lo obligaban a encontrarse, como todas las noches, con la melodía taciturna de Chopin. Después de tocar el palpitante martirio en su pecho, sus manos descansaron en su cabeza, golpeándola un par de veces ante el deseo de arrancar aquel suplicio. Respirando pausadamente, se alejó del desorden de las sábanas para arrastrarse de vuelta al tocadiscos, cuyo vinilo era su única compañía de caricias calmantes. Los reflejos de las oscuras nubes se precipitaron en la ventana. Un escalofrío le recorrió el sudor en la espalda. La cortina de su cabello sobó sus ojos desconsolados. Posó la aguja con delicadeza en el vinilo y las primeras notas se escucharon a través de la negrura.

Beck Gillies se tumbó en la alfombra y cerró los ojos. Solo eran él y la música, el dulce y apagado sentimiento de pureza escondida. Cuando abrió los ojos nuevamente, las lágrimas ya no lo amenazaban. Su mirada fue atrapada por las estrellas pintadas en el techo. Los espirales que formaban los astros junto a los orbes brillantes, cayeron para envolverlo con su extraña complicidad. El suave rocío de la luna le besó las mejillas, sus pecas fueron parte del afecto. El piano jugueteó con ligereza y se rio. Se rio para olvidar aquel día, para eliminar la tristeza borrosa, para ignorar esas profundas pinceladas que le hincaban la piel, extendiéndose como verdades no contadas. La aguja saltó del vinilo y Beck la acomodó otra vez.

Caminó más allá del tocadiscos para sacar de la mochila la cajeta de cigarrillos y miró con cierta incertidumbre las dos líneas escritas en su cuaderno de composiciones. Se quedó allí un momento, dejando pasar las armoniosas piezas del teclado. Luego se acostó de vuelta en la alfombra, encendió el cigarro y lo caló lentamente. Y allí estaba en otro de sus viajes, viendo cómo las volutas de humo se disolvían al alcanzar las estrellas.

Entre los espirales perdidos en el mar de constelaciones, percibió un sentir distante que le sonrojó las mejillas, un tipo de extrañeza que solo le sucedía al mirar los ojos de las personas. Beck podía saber con certeza la razón de cada próxima actitud del contrario con tan solo verlo y, no supo específicamente por qué, o quizás sí, pero sus pensamientos lo llevaron a Caleb Duran y la primera vez que lo vio. No fue por su amigo Piero, o por los cotilleos de los pasillos, ni por su llamativo cabello como las llamas. No. Fue aquella vez que lo observó leyendo en la biblioteca de la universidad, allí alrededor de los libros, su rostro había expresado un sinfín de emociones distintas que Beck ansiaba con su alma comprender. Lo entendió finalmente esa noche, a pesar de no conocerlo, a pesar de no saber casi nada de él; aun así, Beck sabía perfectamente lo que Caleb necesitaba.

Él necesitaba un verdadero amigo.

De todas las personas a las que pudo pedir ayuda, decidió pedírsela a Beck, y él haría todo lo posible por brindársela. Se esforzaría por ello, por ser un buen amigo, por ser su amigo.

Tras los etéreos resplandores, terminaron por ausentarse las incansables tormentas. La musicalidad con su tímido silencio le besó la piel. Otra vez viajó, con alguien que él realmente pensó nunca llegaría a comprender. Sebastian. Era la primera vez que Beck creía que una persona podía tener un cielo lleno de estrellas en los ojos, una trémula caricia que le envenenaba los sentidos. Recordaba sus latidos encendidos al mirarlo, cómo Sebastian lo había matado ese día; no por el mísero miedo oculto, sino por el floreciente deseo de que acabara con él. Quedó atrapado en ese profundo odio, sin tener las fuerzas, sin querer realmente intentar, escapar de él.

Pesadilla en la puesta de solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora