Resquebrajado

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Un kobold encapuchado camina por las calles de tierra, moviéndose entre la multitud que se amontona en dirección al gigantesco coliseo. Varios estandartes y carteles publicitan una feroz batalla entre esclavos y la criatura favorita del amo del coliseo: un behir, un monstruo de cuerpo alargado que se asemeja a un cruce entre un ciempiés y un cocodrilo. El color de su piel escamosa abarca un espectro que va desde el azul marino hasta el azul oscuro, atenuándose hasta azul pálido en su parte inferior. Algunas veces son confundidos con dragones por su capacidad de exhalar poderosas descargas de rayos, aunque, en realidad, son enemigos íntimos.

El pequeño encapuchado pasa por debajo de la gente con dificultad, no por la multitud, sino, por su condición. Todavía no sanó del todo después de su último cruce con La Muerte. De hecho, todavía la siente cerca, observándolo por los pequeños huecos dentro de la aglomeración de gente. Sabe que está presente por ese escalofrió que permanece constante desde que llegó a la ciudad. Es muy probable de que este sea su último día entre los vivos, pero no le importa mientras pueda cumplir su objetivo, a menos que La Muerte decida interponerse. «Sé que la próxima vez que la vea no seré capaz de esquivarla. Debo ser rápido y salvar a mi hermana, antes de que la luz de mi cuerpo desaparezca», analiza el encapuchado y sus ojos ámbar destellan un pequeño brillo celestino, que advierte del despertar de una determinación incansable.

El bullicio de los espectadores retumba por todo el coliseo. El amo observa desde su podio seguro, rodeado de guardias. Es un humano con una túnica blanca adornada con oro y gemas, que dejan el aire impregnado con un olor egocéntrico y soberbio. Con una sonrisa fingida, como si nada lo impresionara, mira a los esclavos, con armaduras y armas oxidadas, intentando pelear, o sobrevivir, contra el behir.

La bestia ruge, despedaza y devora a todo lo que camine por delante de ella, ya sean duendes, orcos, enanos, elfos, humanos y hasta kobolds, aunque uno de estos últimos consigue evitar caer entre sus fauces y esquiva sus descargas de rayos, que carbonizan a los otros esclavos.

El pequeño lagarto, en realidad, es hembra, se nota por su complexión delgada. Con una impresionante agilidad, se mueve por todos los obstáculos del coliseo y dispara flechas desde su arco, intentando golpear algún punto vital de la criatura, pero los proyectiles no llegan a penetrar sus escamas.

Esa única kobold de escamas grises y blancas llama la atención de la gente, que se entusiasma por ver su intento de sobrevivir, aunque muestran más ganas de que la bestia la devore.

—Es un gran espectáculo. ¿Verdad, señor? —dice uno de los guardias que acompaña al amo del coliseo, quien se cansó de fingir y borra la sonrisa.

—Siendo sincero, estoy aburrido. Me prometieron esclavos más entretenidos —responde, desplomado en su silla acolchada con bordes de oro—. La kobold no lo hace mal, pero no es nada que no haya visto antes. Es cuestión de tiempo para que termine como los demás, y apenas llevamos cinco minutos de esto.

—¿Y qué es lo que usted desea ver, señor?

La imaginación del amo lo hace soñar con la idealista imagen de un héroe que se levanta de una pila de cadáveres monstruosos, bajo el brillo de los dioses que le dieron su bendición. Una leyenda que nace en su coliseo, una que él desea encontrar, pero le parece tan lejano que solo puede soñar con ello.

—Quisiera ver a un gladiador de verdad, uno que La Muerte anhele y que no pueda reclamarlo —musita el amo del coliseo y se levanta de la silla para apoyarse en el barandal—. Un verdadero héroe.

De repente, justo cuando el behir consigue acorralar a la kobold y está por devorarla, una jabalina se desliza por el aire a una velocidad vertiginosa y golpea los colmillos de la criatura con tanta fuerza que la aparta, hasta la hace tambalearse.

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