EL CRISOL VACIO

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Es curioso cómo la sangre coagula al salir al exterior por una herida, incluso cuando ya estás muerto.

Es un mecanismo perfecto. Y el Padre Martín Aguirre se preguntaba porqué el alma no tendrá un sistema semejante para que no pierda su esencia por las heridas anímicas de la vida.

El alma del Padre Aguirre ya no coagula, nunca lo hizo. Sus heridas siempre han estado abiertas, desde que abandonó la Santa Sede hastiado de la autocomplacencia cortesana, para contribuir a la obra del altísimo sanando las ánimas de los combatientes españoles.

Pero la guerra es la peor enfermedad para el alma y, lejos de enriquecerse de fe, el espíritu de Martín se fue desangrando de esta, hasta perderla completamente.

En el frente, cuando a la luz de una bengala los soldados a los que asistía descubrían que lo que con las botas pisaban no era barro sino la carne abierta de sus compañeros, y las piernas les flaqueaban, solo el miedo a acabar siendo parte de esa alfombra les hacía seguir adelante.

Y con miedo no se gana una guerra, así que a Martin, representante de Cristo, se le pedía que contagiase e inundase de fe en la victoria a todos esos desdichados, por la gracia de Dios.

Y ese esfuerzo, viendo cómo iban cayendo hombres a los que había orientado espiritualmente, de los que había escuchado sus pecados más vergonzosos, en los que había visto resurgir la llama de la esperanza con sus palabras... a él le desangraba el alma.

Sin embargo, más que nunca, su cordura está siendo puesta a prueba esta noche, en la que los enfermeros de campo y todo aquel que ha sobrevivido al bombardeo, traen como pueden heridos y moribundos, muchos de ellos peluches polvorientos de extremidades rotas, que resultan ser niños cuando las palanganas de agua arrastran la pátina bélica del horror de sus delicadas pieles.

—Es difícil prometer el cielo desde el mismo infierno, ¿verdad, padre? —el comandante del batallón del Euzko Gudarostea, incapaz ya de organizar defensa alguna de la ciudad, parece tener ganas de hablar.

Martin nunca le pide nada al altísimo, pues ya no cree en comunicación alguna de ese tipo, pero ruega para sus adentros, y con cierto cinismo, que esas ganas de cháchara por parte del militar no sean el anticipo de una confesión. No se siente con ganas de ser el contenedor de más pecados. Pues estos son más abundantes durante la guerra y sus receptáculos están a rebosar, como un crisol de herrumbre fundida.

—¡Es horrible! —gime Martin, como hace el afligido en la plegaria—, la peor guerra, la más encarnizada, hermanos contra hermanos...

—Si, se mata con más confianza —el militar sonríe cínicamente, y señala con el dedo indice al cielo, como si fuese el cañón de una pistola—, pero esos hijos de puta no son hermanos, son alemanes, y creo que también había aviones italianos.

—¿Qué más da de donde venga el mal? Lo
preocupante es quienes y cómo lo sufren, ¡casi todos son civiles, ancianos, mujeres y niños!

—¡Hombre, padre! —el comandante se encoge de hombros— ese matiz sobre quién te inflige el dolor puede ser importante. Tenga en cuenta usted que en otras zonas republicanas se le está dando matarile a hermanos suyos que visten los hábitos. Y aquí, sin embargo, está a salvo y se le reconoce su labor pastoral. El País Vasco es como una isla...

—¡Una ratonera, eso es realmente! —interrumpe el religioso— los sublevados nos rodean y somos el campo de pruebas de la aviación nazi.

En ese momento traen una camilla con otro herido más. Un joven. Con un torniquete a la altura del muslo izquierdo, a partir del cual ya no hay nada, solo un charquito de sangre.

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