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Lo primero que aprendes en la calle, cuando estás solo, cuando no tienes nada en los bolsillos, cuando no tienes un trozo de pan que llevarte a la boca, cuando eres un mocoso debilucho con los brazos tan delgados como un hueso de perro, rodeado de miles de personas mucho más fuertes que tú, capaces de hacer cualquier cosa por conseguir un lugar donde pasar la noche, algo de sexo de la manera más sencilla, un cartón de tabaco o una jeringuilla afilada repleta de caballo de segunda... es aprender a ser listo. Tienes que saber cuándo dar la espalda, cuando escupir a la cara, cuando gritar, cuando pelear y cuando huir. Tienes que aprender a renunciar a aquellas cosas que te interesan, que deseas. Y lo primero a lo que renuncias es a la confianza. A tu buena voluntad. A tu simpatía. Al bien que todo ser humano dice tener...
Lo segundo que aprendes en la calle es que el hombre, el ser humano... es un hipócrita y un cínico. Que los derechos humanos, las libertades individuales y la igualdad, no existen. Que son una invención del hombre hipócrita que todo el mundo lleva dentro para aparentar ser bueno, para beneficiarse de las personas que lo rodean. Todo el mundo es hipócrita, unos más y otros menos. Y esa es la única diferencia entre un hombre y otro. Su grado de hipocresía...
Lo tercero que aprendes en la calle es que ser "bueno" no lleva a ninguna parte mientras que, ser "malo", puede hacerte dar la vuelta al mundo.
Y esas tres lecciones pueden reducirse en una sola norma. Simple y clara: Si eres lo bastante listo como para no cometer estupideces, no las cometas.
Pero... desde la comodidad de una cama de sábanas azules, como el cielo iluminado por el Sol, con la cabeza sobre una almohada de plumas, suaves, con el olor que desprende un campo de jazmines a primera hora de la mañana, bajo un techo sin goteras, de un verde claro impecable, a una temperatura cálida y agradable... desde ahí, las cosas se ven de diferente manera. Y las lecciones cambian. Se vuelven más flexibles y a consecuencia de ello, las personas se vuelven más blandas y débiles, se tranquilizan, bajan la guardia, y cualquier estupidez se les hace un mundo y se les atasca en la garganta.
Las personas se vuelven débiles e ingenuas o, quizás, por tanta hipocresía y superficialidad, acaben convirtiéndose en auténticos villanos.
Pero... por supuesto, desde la comodidad de una cama de sábanas azules las cosas se ven de otra manera y, sobretodo, si a tu lado descansa un niño puro, ingenuo, ajeno a toda la hipocresía del mundo. Un niño grande que juega con un petardo, de los que se encienden y chisporrotean emitiendo una luz cegadora y, no sabe que en cualquier momento, el petardo puede escurrirse de sus manos y quemarle la cara.
Un niño grande que se mantiene puro y brillante entre tanta oscuridad.
Mirarlo dormir tranquilamente, con la cara resplandeciente y los ojos cerrados, los labios curvados, sonriendo como si estuviera soñando con piruletas y dulces, en la casita de Ansel y Gretel. El pelo del que tanto presume, coqueto, revuelto y extendido por toda la almohada. Su cuerpo desnudo, tan blanco, como si nunca le hubiera dado la luz del sol, como si estuviera hecho de nieve. Como si fuera un muñequito de nieve. No... ni siquiera la nieve es tan perfecta. Siempre acaba fundiéndose.
Sus manos me tocan el cuerpo, apoyadas en mi pecho, escuchando los latidos de un órgano mutilado, que aletea, vivo. Y yo, observándole dormir, su pecho subir y bajar, tan tranquilo, incapaz de pestañear. Estoy fascinado, aunque no quiera reconocerlo.
Por un momento, creo en el Dios que nunca ha hecho nada por mí, que me abandonó a mi suerte en un callejón oscuro. Creo en los ángeles, creo que tengo uno al lado, con las alas arrancadas. Por un momento creo en amor, el que para mí siempre había estado agotado, recordando como esa misma noche, el Muñeco de Cristal me había dicho "te quiero, te amo, estoy enamorado de ti. Quiero estar contigo. Quédate." Y creo que quizás, podría hacerlo. Quizás podría quedarme para verlo dormir todas las noches a mi lado, desnudo, entre sábanas azules.
Por un momento creo... solo por un momento...
El ruido seco de algo cayendo al suelo en el piso de abajo me despertó de mi ensimismamiento. Desvié la mirada hacia la puerta cerrada y mi Muñeco, aún dormido, se quejó con un ronroneo, pegando su cuerpo aún más al mío. Acabó apoyando la cabeza sobre mi clavícula, bajo mi cuello y sus manos descendieron inquietas a lo largo y ancho de mi torso, hasta que se detuvieron en mi cintura. Se quedó quieto de nuevo después de acomodarse encima de mí, sin despertar.
Decidí hacer oídos sordos, bajando la guardia y cerrando los ojos, intentando dormir mientras le acariciaba el pelo al Muñeco, despacio. Entrelacé nuestros brazos sobre mi cuerpo.
Otro ruido. Algo de cristal cayendo al suelo, rompiéndose. ¿Un vaso, un jarrón? No... un plato. Porcelana. Suspiré. Lo último que quería en ese instante era salir de la cama, dejando a mi Muñeco solo y desprotegido. Pero aunque las reglas hubieran cambiado, llevaba la calle en las venas y sabía lo que podría ocurrir si no hacía el menor movimiento.
Intenté apartarlo con suavidad, sin despertarlo, para levantarme. Mi Muñeco se revolvió y de nuevo, protestó, apoyando al fin la cabeza sobre la almohada con una mueca de fastidio. Gimoteó cuando me levanté de la cama. No encontraba los boxers, así que únicamente me puse los pantalones y me dirigí hacia la puerta, abriéndola. Una pequeña zanja de luz se coló por ella. Estaba amaneciendo.

-Hum... - el Muñeco se agitó en la cama, enredándose entre las sábanas. Alzó la cabeza y abrió los ojos, somnoliento. - Tom... - jadeó. - ¿Qué haces? ¿A dónde vas? - bostezó mientras se restregaba los ojos con los puños.

-Shh... vuelve a dormirte Bill.

-Pero, ¿A dónde vas?

-Al baño. - mentí. Él frunció el ceño con los ojos llorosos por el sueño.

-¿Por qué te has puesto los pantalones? ¿Te vas a Stuttgart? - lloriqueó. Despeinado y con esa cara de sueño, parecía más niño todavía. Me hizo sonreír.

-No. Voy al baño. Volveré enseguida. Vuelve a dormirte, Muñeco.

-Hum... - el Muñeco volvió a tumbarse en la cama, obediente. - ¿Seguro que vas a volver?

-Sí.

-¿Cuándo?

-Pronto. Duérmete, es muy temprano.

-Hum... pero vuelve eh... no me dejes solo...

-No. Nunca te dejaría solo. - y para cuando terminé la frase, ya se había quedado dormido otra vez.
Dudo mucho que se acordara de la conversación al despertar.
No pude evitar el embelesamiento que padecí, observándolo con fijeza mientras dormía, otra vez. Había estado horas así antes de oír los molestos ruidos, incapaz de conciliar el sueño.
Finalmente, cerré la puerta tras de mí.
Caminé por el pasillo en silencio y bajé las escaleras con todavía más sigilo. La luz de la cocina y el salón estaba encendida. Debía ser un ladrón realmente estúpido como para encender la luz y no asegurarse antes de sí había alguien en casa o no. Busqué con la mirada un arma. Algo que hundirle en el pecho o con lo que dejarle inconsciente, pero no encontré nada. Quizás podría coger un cuchillo de la cocina con el que asustarlo lo bastante como para hacerle salir corriendo. Aunque si era tan estúpido como parecía, dudaba que me hiciera falta algo más que los puños.
Anduve hasta la pared de al lado de la puerta abierta del salón y con lentitud, me asomé. Fruncí el ceño.
Que el ladrón no estuviera allí no me sorprendía. Lo que me sorprendió fue ver el salón recogido, limpio y brillante, con olor a mar, como siempre había sido. Perfecto. No como lo habíamos dejado Bill y yo después de hacer el amor como dos animales sobre la mesa. Hecho una porquería, con restos de nuestro semen esparcidos por toda la moqueta, nuestra ropa sobre el suelo y los muebles, descuidada. Un jarrón roto.
Todo eso había desaparecido y el aroma a lujuria había sido sustituido por el olor fuerte de la lejía.
Entré en el salón, sabiendo de antemano que lo que se había colado en casa no era un ladrón, y me dirigí hacia la cocina. Oí a través de la puerta el agua del grifo abierto salpicando el fregadero y suspiré antes de abrirla.
Tal y como suponía, no era un ladrón.
Simone, mi madre, me daba la espalda, con las manos en el fregadero, limpiando los platos de la comida del día anterior que Bill y yo habíamos devorado. Decidimos dejarlos allí para lavarlos luego, y ponernos a lo nuestro antes de la fiesta de Natalie. Ahora, mi madre, que se suponía debía estar muy lejos con Gordon y que debía volver el domingo por la tarde, estaba allí, a las ocho y media de la mañana, lavando nuestra mierda.
Fruncí el ceño al percatarme de la situación. Sin duda era ella quién había recogido todo el salón. ¿Qué se le pudo pasar por la cabeza al ver la ropa de sus hijos esparcida por toda la habitación y los restos de semen sobre la mesa? Enseguida supe que me había metido en la boca del lobo y que debería llamar a Bill y contarle que teníamos un problema. Pero no lo hice.
Con un poco de suerte, ella no habría caído en la posibilidad de que sus hijos se estuvieran acostando juntos.

-¿Qué haces aquí? - pregunté y ella dejó de fregar los platos enseguida. Se puso rígida, muy quieta, como una estatua y, al cabo de unos segundos de tensión, bajó la cabeza, insistiendo en seguir lavando un plato que brillaba con intensidad. - Pensaba que no volverías hasta el domingo. ¿Ha pasado algo con Gordon? - volví a preguntar y ella siguió en sus trece, muda, limpiando un plato que se volvería transparente si seguía frotándolo con ese ímpetu.

-Llegué ayer, por la noche. - analicé su tono de voz. Sólo pude captar una lejana melancolía, llena de miedo.

-Oh...

-Y no estabais en casa.

-Fuimos a una fiesta. - sentencié. ¿Cómo era posible que hubiera llegado antes que nosotros? Acaso... ¿Estaba aquí cuando volvimos? - Mamá... ¿Has sido tú quién ha recogido el salón?

-Yo. Yo lo he recogido. Yo lo he limpiado todo. Yo, todo yo. Estaba tan... estaba tan... tan sucio... - y de repente, empezó a sollozar, a llorar. El plato se le escurrió de las manos y cayó al suelo, haciéndose pedazos. Fue entonces cuando me percaté de ello. Todos los platos de la vajilla de porcelana estaban en el suelo, destrozados, rotos, cubriéndolo todo con pedazos afilados. De ahí el ruido.
A mi madre le temblaban las piernas. La veía oscilar y llorar, y cuando observé como se tambaleaba peligrosamente sobre tanto cristal, corrí hacia ella, intentando esquivar los pedazos rotos, procurando no pisarlos. Estaba descalzo, no como ella.
Parecía a punto de desmoronarse y la sujeté por hombros antes de que cayera al suelo.

-Mamá ¿Estás bi...?

-¡No! - gritó, dándose la vuelta bruscamente. - ¡Y no me llames mamá! - me empujó con tanta fuerza que retrocedí, pisando un trozo afilado de la vajilla, rasgándome la planta del pie. Caí al suelo, incapaz de sostenerme con ese enorme cristal clavado en el empeine. Dolía como un navajazo en pleno estómago. Sentí más porcelana y cristal clavándose en la piel del muslo y en las palmas de las manos. Me mordí el labio inferior, dolorido.
Mi madre me miró, pálida, al principio preocupada, con las lágrimas empañándole los ojos, como si no creyera lo que había hecho, pero enseguida su expresión volvió a cambiar. Como la expresión de quien sabe que ha hecho algo que no debería haber hecho, pero que aún así, no se arrepiente de ello.
-¿Te duele? Pues ese dolor... ¡Ese dolor no es ni la mitad del que debe sentir tu hermano! - gritó, llorando a lágrima viva.
Genial. Ella lo sabía.
Me levanté del suelo después de arrancarme la porcelana clavada en el pie. Un chorreón de sangre empapó el suelo. Era lo suficiente profunda como para tener que coser la herida.
Cojeé un poco, apoyándome en la pared, arrancándome los pequeños trocitos clavados en las manos y en el muslo.

-¿Cómo te has enterado? - pregunté, con la mayor tranquilidad de la que fui capaz.

-¿Cómo...? Yo... entré en casa. No estabais y fui a buscar mi bolso. Me fui a casa de Gordon pero... se me olvidaron las pastillas para el ansiedad y volví, tarde. Cuando entré... pensé que alguien había entrado a robar al ver el salón. Pero luego vi vuestra ropa, esparcida sobre el suelo. La recogí y... vi esas manchas en el suelo y en la mesa... no podía creerlo... no lo entendía... no sabía de quién era, pero desde luego ¡No podía ser de mis hijos! Estaba tan preocupada... subí a vuestros cuartos y os oí, en mí cuarto... me asomé y... - Mi madre se llevó una mano a la boca, intentando reprimir una arcada. - ¿Qué... qué le estabas haciendo a tu hermano? - la observé con los ojos entornados, intentando mantener la inexpresividad.
Era extraño, pero después de que me dijera que estaba orgullosa de mí, el día anterior, no quería decepcionarla. No quería que me odiara. Pero tampoco pensaba renunciar a Bill. O ella o Bill y por supuesto, elegí a mi Muñeco.

-Le tocaba. Le acariciaba y le besaba. Puede que también lo masturbara. Pero no pasamos de ahí, al menos no en tu cama. - contesté, con total sinceridad. No servía de nada negar lo evidente.

-No... pero en el salón, sí, ¿verdad? - hice una mueca con la boca. Sus ojos cristalinos me hicieron desviar la mirada. Nunca me había sentido tan incómodo. Mamá era buena, me recordaba un poco a Helem antes del accidente, arropándome las noches de invierno y preparándome siempre mi comida favorita. Algo maternal. Un consuelo. Pero en aquel momento no lo era. - Tú... lo... lo has... violado... - volví a alzar la mirada, frunciendo el ceño.

-No. No lo he violado.

-Sí... lo has hecho... a tu propio hermano...

-He dicho que no lo he violado.

-¿Cómo...? ¿¡Cómo puedes decir eso!? ¡Deja de mentir! ¡Dios mío, al menos reconócelo! ¡Reconoce que eres un cerdo, un maldito pervertido! ¡Monstruo! ¡Y yo te he acogido, a un violador en mi propia casa!

-¡No soy un violador y no grites! ¡Vas a despertarle!

-¡Ahora te preocupas por despertarle! - no sabía qué hacer ni qué decir. Simone estaba histérica, no atendía a razones. - A mi niño... ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo llevas haciéndole esto a mí niño, maldito desgraciado? ¿Cuánto? - no contesté a la pregunta. - Dios mío... Dios mío... - se llevó las manos a la cara, ocultándola de mis ojos, temblando como una hoja.

-Yo... no he hecho nada que él no quisiera.

-¡Mentira! - sacudió el cuerpo con tanta brusquedad, que varios vasos que estaban en la encimera cayeron al suelo junto con un par de cubiertos, otra vez, rompiéndose. - ¿¡Acaso estás insinuando que a mi hijo le gusta ser sodomizado por su hermano!?

-... Simplemente yo no lo he violado. Y creo que si nos viste tocándonos, deberías suponerlo. - si hubiera sido cualquier otra persona, no hubiera intentado gastar saliva en una explicación. Pero si no era yo quién nos defendía a ambos ahora, nadie lo haría. Al fin y al cabo, era la madre de Bill. Él nunca había desobedecido una orden suya y estaba seguro de que si de verdad me quería, a su madre la amaría con toda su alma. Y no le culpaba por ello.
Bill no podía enfrentarse a su madre. Pero yo sí.
Simone se quedó callada unos segundos. Su respiración se entrecortaba y su rostro se volvió de un rojo imposible. Parecía estar a punto de darle un ataque.

-Tú... le estabas tocando... tú... mientras él dormía... tú... - recordé vagamente como me había masturbado delante de Bill, cuando él estaba medio dormido, justo antes de que se desplomara sobre la cama, hecho polvo, frito y con una sonrisa de excitación en los labios, dejándome a mí con un intento de erección entre manos. Suspirando, medio riéndome por el oportuno sueño en el que se había visto envuelto de repente, terminé el trabajo yo solo, prácticamente sobre él, observándolo entre jadeos y suspiros, acariciándole la piel para intentar hacerle rabiar y despertarle. Él se quejaba en sueños y movía los brazos como si intentara espantar una mosca pesada, pero no se despertó.
Finalmente, horriblemente excitado, me había corrido sobre las sábanas blancas, cosa que intenté ocultar cambiándolas por unas azules. Aún así, había quedado un pequeño rastro sobre el colchón que sería difícil eliminar, al menos, hasta que Bill despertara y saliera de la cama.
-Tú... te estabas aprovechando de él. - Simone se dio la vuelta y abrió el cajón dónde guardaba los cubiertos, con voz apagada, moviéndose como si fuera un zombie con el cuerpo podrido, cayéndose a pedazos con cada paso que daba. - Tú... le has hecho daño. A Bill, a mi niño, a Bill... a mi hijo. - observé con aparente inmunidad como sacaba un cuchillo para cortar los huesos de la carne y lo enfilaba con mano temblorosa. Se dio la vuelta y lo alzó, apuntándome con él. - Le has... le has destrozado la vida a mi hijo... - miré el cuchillo sin ningún tipo de miedo, aunque fuera lo suficientemente grande cómo para atravesarme como un pincho.
Una cosa era sujetar un arma, otra, tener el coraje y la habilidad suficiente como para ser capaz de emplearla contra alguien.

-Nunca he hecho daño a Bill y nunca se lo haría.

-Cállate. - dio un paso al frente, cuchillo en mano.

-Nunca le he tocado un pelo sin su consentimiento.

-Que te calles.

-Nunca le he pegado... y mucho menos, lo he violado.

-Deja de decir eso. - negó con la cabeza. - Bill no es un pervertido. ¡Yo misma lo he educado, él no es un pervertido!

-¡Yo tampoco soy un pervertido!

-¡Le has violado, lo has hecho, él nunca se dejaría tocar por un hombre y mucho menos, por ti! ¡Tú querías hacerle daño desde un principio! ¡Le odias, quieres matarlo!

-¡Eso es una gilipollez! - dio un paso más, visiblemente alterada.

-Lo dijiste... dijiste que querías matarlo, que lo odiabas, que le harías daño. - sentí como me temblaba el labio inferior. Un recuerdo vago me cruzó por la cabeza. Un recuerdo de hacía muchos años. - Fui a ver a mi hijo, Tom. Fui a verlo después de un año sin tenerlo entre mis brazos... - lloró mi madre, aún con el cuchillo entre las manos. - Cuando fui a Stuttgart a por él, en su lugar me encontré... a un monstruo en el cuerpo de mi hijo, jugando a atravesar el cuerpo de un pájaro muerto con un palo. Le dije "Soy mamá, Tomi. He venido a por ti." y el monstruo me dijo "Yo tengo madre, pero la odio y, si de verdad eres tú, te mataré como a este pájaro muerto lleno de gusanos." Ese niño... me dio miedo. De verdad me dio miedo. Le dije "¿Y a Billy? ¿No quieres ver a Billy? Él tiene muchas ganas de verte." Y él... tú... me dijiste "Billy... Le odio, le odio... si lo veo, lo mataré con mis propias manos. Le haré daño, no quiero verlo. Le haré daño... y lo mataré." - un escalofrío me recorrió el cuerpo al oír esa confesión. Sentí un latigazo azotarme la cabeza con saña y me llevé la mano a la frente, molesto por el recuerdo. - Tú... querías hacerle daño.

-Sí... quería...

-Y lo has conseguido. Le has destrozado la vida a mi hijo, igual que hiciste con el primero. Con mi Tom.

-No... Bill... - hubo algo. Una extraña determinación que me llevó a decir esa frase que ni yo mismo comprendía bien. Era algo tan estúpido pero, tan cierto... - Podría destruirle la vida a Bill con solo chasquear los dedos. Pero... me importa demasiado como para ser capaz de ello.

-Mentira. Mentira... - lloriqueó ella. - Ya lo has hecho. Ya le has destrozado la vida. Igual que hiciste con mi otro hijo, con Tom.

-Yo soy Tom... - sentí rabia, confusión. ¿Es que estaba ciega? ¿No lo veía? - Cuándo te sentías orgullosa de mí sí era tu hijo, pero ahora... ya no. - me mordí el labio inferior, más que cabreado, colérico, apretando los puños y los dientes reprimiéndome las ganas de tirarme encima de ella y... Bill, por favor, necesito tocarte. Si no te toco... me pierde la ira.

-Tú... - sollozó. - Tú mataste a Tom y te quedaste con su cuerpo. Eres un monstruo. - repitió, en sus trece, con un tono repleto de recelo, de odio, de repugnancia. Me profesaba tal desprecio... inaguantable. Y no se detenía. Sus ojos eran como dos glaciales, afilados y dañinos, poco dispuestos a reprimir las emociones de su dueña. Decían a gritos, ¡Eres despreciable, Tom Kaulitz, eres una vergüenza! Y yo, ridículamente vulnerable, los escuché... y odié contemplar la verdad observándome con tanta altanería.
Crispé los nudillos, furioso. Esperé oír los pasos acelerados de Bill bajando las escaleras, corriendo por el salón hasta la cocina y arrojándose a mis brazos, tocándome por todas partes, susurrándome palabras tranquilizadoras al oído, haciendo desaparecer la ira de mi cuerpo.
Pero no bajó. Y yo... exploté.
-¡Yo, yo soy tu hijo! ¡Tu otro hijo! ¡Yo soy Tom! - di un paso al frente, hacia el cuchillo alzado, sin miedo, ignorándolo por completo. Mi madre abrió los ojos como platos al ver como me acercaba a ella, pálida. - ¡Joder, estabas orgullosa de mí! ¡Dijiste que era parte de la familia! ¿¡Dónde se ha ido esa mierda!? ¡Dijiste que estabas feliz de tenerme en casa, que lo estaba haciendo bien, que no era malo, que era muy bueno, que querías que me quedara, que estabas feliz de haber recuperado a tu hijo, que creías en mí, que confiabas en mí! ¡Que me querías! ¿¡Qué ha pasado con esas palabras!? ¿¡No eran verdad!? ¡Por que yo he acabado creyéndomelas como un puto iluso! ¡Siempre he oído decir que el amor más desinteresado es el de una madre y nunca he sabido lo que significaba! ¡Siempre he oído que una madre te perdona cuando cometes algún error, te cuida cuando estás enfermo sin esperar que le des las gracias por ello, te cuenta cuentos por las noches, siempre sabe cuándo estás mal y necesitas ayuda, siempre te apoya, siempre te ayuda, siempre sabe dónde estás y siempre te está esperando en casa a la hora de comer cuando vienes del instituto para preguntarte cómo te ha ido la mañana! ¿¡Por qué yo no he vivido eso y Bill sí!? ¿¡Por qué coño yo no tengo derecho a eso!? ¿¡Por qué siempre soy yo el rechazado, el ilegítimo, el delincuente, el repudiado, el odiado, el despreciable!? ¡Yo también soy tu hijo! - grité, con fuerza.
Me pregunté por qué Bill no despertaba en ese momento. Por qué no estaba allí, a mí lado. Por qué no se despertaba con mis gritos cuando, mi madre, movió el brazo hacia mí, cortando el aire con el cuchillo, que rugió de manera aguda a causa del veloz movimiento.
Mamá, mi madre, cerró los ojos e intentó sesgar cualquier parte de mi cuerpo, obligándome a apartarme de ella para evitar la letal puñalada. Ese era su principal objetivo. Apartar al repudiado de su vista.
Retrocedí lo bastante rápido como para esquivarlo, golpeándome la cabeza contra la pared. Sentí un ligero escozor en la clavícula a causa del roce del cuchillo.
Si no me hubiera movido, me habría cortado el cuello. Me hubiera decapitado.
La observé en silencio durante unos segundos, llevándome la mano a la clavícula, notando el pequeño hilo de sangre que descendía por mi piel.
Estaba seguro que de ser yo, el yo de siempre, al que no le importaba nada ni nadie, el que ignoraba las leyes y carecía de escrúpulos, el yo fuerte, el perro callejero de siempre. El malo, el villano. Estaba seguro que de ser yo, le hubiera arrancado a esa zorra que me había dado a luz el chuchillo y le habría sacado las tripas con él, sin la más mínima compasión.
Pero no era yo. Era una de esas personas débiles, blandas, víctimas, que tanto odiaba. Por eso no reaccioné. Por eso dejé que Simone me acorralara contra la pared amenazándome con un cuchillo, rozando mi cuello.
Ella lloraba. No entendía por qué...

-Vete. - murmuró. - ¡Vete! ¡Lárgate de esta casa y no vuelvas nunca, nunca o te juro que te mataré con mis propias manos! ¡Vete, lárgate, vuelve a tu pocilga, vuelve al infierno, vuelve a cualquier lugar del que hayas venido, pero aléjate de mí y de mi hijo, de mi Bill! ¡Te prohíbo que te le acerques! ¡Te lo prohíbo! ¡No voy a dejar que hagas más daño del que ya has hecho! ¡No vas a volver a tocarle en la vida, nunca! ¡No dejaré que alguien que nació para hacer daño se le acerque!

-Pero... - sentí algo, algo desagradable. Era incapaz de saber qué, pero la sensación eran tan desagradable, tan... asfixiante. - Pero yo no quiero hacerle daño. - repliqué. Estaba flojo, exactamente igual de flojo que uno acaba cuando vomita el alcohol que ya no le coge en el cuerpo, después de una botella y otra, y otra, y otra.
De repente, toda mi ira se esfumó y Simone se la tragó, para emplearla contra mí en un injusto intercambio de papeles.

-Mientes... tú... ¡Sólo sabes hacer daño a la gente, naciste para eso! ¡Ojala nunca hubieras nacido! - pestañeé. Por un momento, me temblaron las piernas.

-Yo no quiero... no quiero hacerle daño a Bill...

-¿¡Es qué no te das cuenta de que ya lo has hecho!? - me atacó y, sus palabras me parecieron más efectivas que el mismo cuchillo. Era la primera vez que me sentía incapaz de luchar, impotente. La primera vez que el asustado, el incapacitado para la batalla, era yo. - Por tu culpa... ¡Por tu culpa Bill ya no podrá ser feliz, ya no podrá conocer a una mujer decente que le haga feliz, que le de hijos y que le espere en casa sonriente, esperando a que su marido vuelva del trabajo para la cena! ¡Por tu culpa, Bill ya no podrá llevar una vida digna! ¡Tendrá que vivir con la cabeza agachada, avergonzado de sí mismo por la perversión que le has obligado a cometer! ¡Por tu culpa el mundo lo repudiará, lo rechazará, lo despreciará y lo creerá monstruoso, un cerdo pervertido como tú! ¡Por tu culpa no podrá encontrar un trabajo, por tu culpa será un miserable toda su vida! ¡Por tu culpa, por la tuya! ¡Le has robado el futuro a Bill, le has arrebatado la vida! ¡Por tu culpa será un desgraciado de por vida! ¡Le has hecho daño! ¡Lo has crucificado, lo has matado! - en ese momento... me asfixié.
¿Acaso yo... me había hecho una idea equivocada de lo que era eso que llamaban amor?

-Pensaba que... si Bill de verdad me quería... eso no importaba... - no lo entendía. No lo entendía. Si yo le hacía tanto daño a Bill, ¿por qué me había dicho que me quería? Que quería estar conmigo. Acaso... me había... ¿mentido?
Simone apartó el cuchillo de mí muy lentamente, insegura, tiritando. No paraba de llorar.

-¿Bill... cómo... cómo quieres que Bill quiera a alguien que ni siquiera es humano? ¿Cómo quieres que ame a alguien que hace tanto daño? ¿Cómo...? Bill no tiene nada que ver contigo, aunque tengáis la misma cara, los mismos ojos... él es incapaz de hacer daño. - se alejó. Retrocedió. Se atrevió a darme la espalda después de repudiarme como a un insecto, deseando pisotearme como a una asquerosa araña. Anduvo por la cocina, con movimientos repletos de desamparo, como si estuviera perdida en medio de una tormenta de nieve. Soltó el chuchillo sobre la mesa y oí como intentaba coger aire. Casi pude oír el esfuerzo de sus pulmones acaparando oxígeno. - Y pensar que yo di a luz de mi propia sangre y carne a un monstruo como tú, un error de la naturaleza, un ser que solo sabe hacer daño a los seres humanos. - caminó por la cocina, sin dirigirme una sola mirada hasta que arrastró una de las sillas que rodeaban la mesa, muy lentamente y, aún temblorosa como un flan, se sentó en ella, blanca como la leche. Entonces, me miró. O quizás no lo hizo. En realidad... nunca me había mirado de verdad - En esta vida... de lo único de lo que me arrepiento es... de haber dado a luz... a semejante monstruosidad... debería haberte matado cuando pusiste un pie en tierra, debería haber matado a mí... mi propio hijo... escoria humana... ese monstruo...

En ese corto periodo de tiempo, sentí más cosas de las creí haber sentido en mi vida.
Creí... porque en el momento en el que Bill me dijo "te quiero", me di cuenta de que en realidad, nunca había sentido nada.
Y... ojala nunca hubiera llegado a sentir nada.

-Quiero... quiero que vuelvas a Stuttgart. Me da igual cómo, solo vete, cuanto antes... no quiero verte... ni cerca de mí ni de Bill. Tan solo vuelve a tu pocilga y púdrete allí con los de tu maldita calaña. Ya has destrozado a esta familia. Ahora, desaparece...

Te dan alas con las que volar lejos, con las que alcanzar el sol, con las que tocar el cielo y, de repente, cuando estás a un palmo de rozar las nubes, te las arrancan para que caigas, caigas, caigas... y te estrelles contra la realidad de la que nunca debiste haber salido.
Bill... me había mentido. Mamá... me había mentido. Y yo que creía que era inmune a todo, que era fuerte, que nunca sería una víctima... caí.
Y lo peor de todo era saber que me lo merecía.
Había utilizado a Bill para darme placer a mí mismo. Lo había convertido en mi precioso Muñeco y le había destrozado la vida. Él, a cambio, me había mentido diciéndome que me quería. Por supuesto, ¿Cómo iba a querer a alguien que no era humano? No se puede querer a quién te ha destrozado la vida. Me lo tenía bien merecido, pero aún así, no podía evitar odiarlo con toda mi alma por haberme mentido... y no sabía por qué. Después de todo, lo que él hiciera o dijera no debería afectarme, pero lo hacía, me afectaba...
Me había afectado demasiado porque él... me había importado demasiado.
Me había vuelto alguien débil que no sobrevive en el mundo de los fuertes. Blando, una víctima... una víctima que hace daño.
Y Bill no se lo merecía. Yo no lo merecía a él y él no merecía a un villano, porque eso es lo que era, y soy. Un villano.
Además... ¿Cómo iba a quererme? ¿Por qué yo me lo había creído?
El amor no existe. Siempre lo he sabido, siempre he estado tan seguro de ello...

Le di la espalda a mi madre... no... a Simone. Yo no tenía madre. Y, pese a ello... la obedecí.
Salí de la cocina al salón y luego, al pasillo, despacio. Notaba los pinchazos de dolor que me hacían cojear, la sangre plasmándose en el suelo, dejando ver claramente mis pisadas en ella.
No quería aguantar más tiempo entre esas cuatro paredes que empequeñecían poco a poco, poniéndome histérico.
Cuando llegué a la puerta, agarrando el pomo con manos sudorosas, recordé aquella vez. La primera vez que entré por esa puerta acompañado de una madre sonriente, feliz de ver a su hijo después de tantos años. Recordé también a Bill, esperándome dentro. La segunda vez que lo vi, en el suelo, quejándose por su torpeza. Se levantó y después de intercambiar unas palabras con Simone, me miró...
Y me vio.
Él... había sido el único en ocho meses que me había visto de verdad. Que me había dado una oportunidad, que me había acogido con los brazos abiertos, se había atrevido a besarme sin miedo, a criticarme y a gritarme cuando me había hecho falta, a intentar cambiarme para bien, intentar guiarme por un camino limpio, indoloro. El único que se había atrevido a tocarme para tranquilizarme cuando estaba furioso. El único que había puesto la mano en el fuego por mí. El único... Bill, es único.
Lo había dado todo por mí... y yo lo había roto. Le había arrancado su futuro y aplastado su felicidad, sin compasión...
Abrí la puerta y salí corriendo de ese lugar que había llamado casa alguna vez. Choqué contra Gordon en la entrada.

-¡Oh, joder! ¡Pero bueno Tom! ¿A dónde vas tan rápido a estas horas? - ni siquiera le miré.
Caminé hasta mi coche y me subí a él. Por suerte, las llaves todavía seguían dentro de los pantalones y arranqué. Salí de allí en cuestión de segundos, subiendo el marcador directamente a ciento cuarenta y saltándome todos los semáforos y señales de Stop posibles. Lo cierto es que ni siquiera iba pendiente de la carretera. No desde el último vistazo que mis ojos le habían dedicado furtivamente a la ventana del segundo piso, del cuarto de Simone, dónde Bill seguía durmiendo tranquilamente, ajeno a todo.

En ese momento, no pensé en ninguna despedida en especial. No pensé en nada. Simplemente estaba ciego. Ciego de odio como no había estado en ocho meses, ni siquiera en la fiesta de Natalie, con ese chucho abominable toqueteando a Bill en la cama, delante de mis narices.
Odio... y esa vez, Bill no estaba allí para calmarme.
Odio hacía mí mismo, hacía mi madre, hacía el mundo, hacía todo en general. Hacía mi propio Muñeco. Pero sobretodo hacía mí... y no solo por haberle destrozado la vida a mi Muñeco, si no también por el ser tan débil y blando, el ingenuo en el que me había convertido. Tan patético. ¿Cómo había podido dejarme llevar por las palabras y las acciones de un simple Muñeco? ¿Cómo?
Los débiles, perecen. Los fuertes, sobreviven. Es la ley de la naturaleza. Selección natural pura. Y yo no estaba dispuesto a ser el débil. No estaba dispuesto a perecer.

Ese día, aprendí algo nuevo...
No solo estando en la calle se aprende y, aunque los movimientos son distintos y las lecciones cambian, la respuesta es siempre la misma, da igual desde dónde la mires, desde los callejones oscuros de los barrios más bajos del mundo, o desde un rinconcito en una cama con sábanas frescas, en una habitación con olor a libertad, al lado de una persona importante para ti.
Lo que diferencia a un ser humano de otro ser humano, es su grado de hipocresía y de cinismo. Y eso significa que el mundo entero es hipócrita desde que nace hasta que muere, siempre, por muy madre sobreprotectora que se sea, o todo lo puro y perfecto que puede ser un niño grande.
Esa es una lección que nunca cambia y la norma para sobrevivir a ella es simple y clara: No te fíes de nada ni de nadie, no creas en nada ni en nadie y, sobretodo... no sientas nada por nadie.
Solo así podrás vivir. Solo así, no cometerás estupideces.
Y... lo dice alguien que ha cometido la peor estupidez de todas las existentes.
Sentir...




-Tom... - habían pasado escasos segundos desde el instante en que pronuncié esa frase en la que declaraba a mi madre como una puta hipócrita sin conciencia, escasos segundos en los que mi mente había recordado con todo lujo de detalles lo que había sucedido aquel día por la mañana, después de la última vez que hice el amor con Bill, antes de salir corriendo de casa y empezar a deambular por las calles como algo parecido a un alma en pena, pensando, acumulando ira en silencio y dejándola caer sobre cualquiera que se me pusiera delante. Así, una semana. Volviendo a casa lo más tarde posible solo para no tener que ver la cara de la guarra de Simone y del inocente Bill, para no provocarle más daño y menos en esos momentos, en los que a cada segundo su vida peligraba cerca de mí a causa de la rabia.
Si se hubiera acercado demasiado, ni siquiera su tacto tranquilizador hubiera podido detenerme. Le hubiera dado la paliza más brutal que alguien hubiera podido recibir de mí. Apenas había podido reprimirme esa semana, recogiendo cosas, haciendo los trámites para el traslado, para darme de baja en la universidad...
Recordaba aquel día, el día en que Bill entró en mi cuarto, decidido y cabreado, gritándome que estaba preocupado, que no sabía qué ocurría, que no lo soportaba más, que necesitaba respuestas y yo... le había soltado un discurso injusto e insustancial sobre lo que creía de su actitud cobarde, de su forma de ser, de sus defectos. Se los había echado en cara y él, con razón, me pegó y salió medio llorando de mi cuarto. Para cuando hubo desaparecido tras la puerta, mi cuerpo temblaba descompuesto sobre la cama, reprimiendo las ganas de ir detrás de él, cogerlo por la fuerza, arrastrarlo hasta la mismísima Simone y violarlo delante suya, con puro sadismo, sin amor ni mierdas de esas, no.
Para entonces el amor había sido devorado por el odio por completo.
Y en la universidad, cuando Bill corrió detrás de mí después de dejarlo tirado, después de haberle dicho que todo había sido un juego y que él había sido mi Muñeco desde un principio (Cosa no del todo cierta), cuando él me estrelló contra las taquillas de un puñetazo que me rompió la nariz como quién rompe un vaso de cristal estrellándolo contra el suelo... ahí exploté. Deseé matarlo de verdad, lo deseé y si no me hubieran detenido, lo habría hecho. Lo habría matado allí mismo.
Sí. Había sido como darle la razón a Simone pero... es que todo lo que ella había dicho era verdad. Soy un monstruo incontrolable que solo sabe hacer daño a la gente.
Y fue en ese momento, en el que Bill me gritó delante de todo el mundo que me odiaba, que no quería volver a verme, que ojala no hubiera nacido y que me muriera, cuando me di cuenta de que era verdad. Completamente verdad. Y que mi propio Muñeco se había dado cuenta de ello y pensaba como ella, como Simone.
Sentí algo duro y afilado clavándoseme en el pecho hasta el fondo, tocando algo dentro de mí, algo que estaba vivo, algo que hizo, ¡Crack! Se rompió... y se deshizo por completo.
Había hecho daño a Bill, mucho daño y no se lo había merecido, para nada, al contrario que yo. Pero aún así, no puedo dejar de considerar aquellas palabras como una traición.
Todo el sentimiento que una vez hubo, se había convertido en odio. Odio incluso hacia el propio Bill. Y yo no había hecho nada por evitarlo... ni pensaba hacerlo.

-Andreas... ¿Lo entiendes? - le pregunté después de un rato de intenso silencio entre los dos. Andy se quedó callado, mirándome fijamente con la mano puesta en la pierna rota, rascando la escayola con las uñas con un gesto nervioso.
Estúpido. Claro que no lo entiende. No sabe nada. Absolutamente nada... y mejor que siga sin saber nada.

-En realidad no, Tom. No entiendo nada y supongo que si te lo vuelvo a preguntar, tú no me contestarás, como siempre. - tenía razón y me percaté de su tono ofendido por el simple hecho de que me negara a confesarle algo semejante. - Pero aún así... - observé como Andy se desplomaba sobre el colchón, agotado. Normal. Ya era un martirio tener que subir las escaleras de esos bloques con las dos piernas en buen estado, además, no sabía cómo lo había conseguido, pero era un milagro que nadie le hubiera puesto la mano encima en su estado. - Pero aún así creo que estoy algo... feliz. Tú no confías en nadie, no le cuentas tus problemas absolutamente a nadie y a mí... a mí me has contado aunque solo sea un poco. Conmigo al menos lo has intentado. Creo... que puedo considerarme aunque sea... solo "algo" especial por ello.

-¿Algo especial? Y... ¿Ya está? ¿Sólo porque te haya dicho que mi madre es tan puta como la tuya ya eres feliz?

-Soy un poco feliz. Mejor poco que nada ¿no? Al menos ya es algo... - le observé en silencio, incrédulo. Desde que me confesó directamente que me quería, cosa que yo dudaba seriamente, su actitud empezaba a desconcertarme.

-¿Sabes una cosa?

-¿Hum?

-A veces dices unas cosas que me recuerdan horrores a Bill.

-¿Y eso es bueno o malo?

-Malo, Andreas, muy malo. - él resopló.

-Entonces supongo que tendré que tener cuidado con lo que digo a partir de ahora.

-Andreas... sabes que has estado a punto de morir por mi culpa ¿verdad? - Andy no parecía darle mucha importancia al asunto desde esa posición y lo cierto es que a mi tampoco me importaba mucho. Cruel ¿no? Lo sabía... pero aún así, seguía sin importarme demasiado.
Lo extraño era que él no se quejara lo más mínimo y ni siquiera preguntara por ello.

-Bueno... al menos me llevaste al hospital.

-¿Y eso también te hizo feliz? - no pude evitar sentirme algo divertido por lo simple que era.

-Un poquito. No podía alegrarme por salvarte del suicidio después de todo.

-Andreas, eres de lo más simple.

-Me conformo con poco, no como tú. - sonreí y me eché sobre el colchón, a su lado. Los dos clavamos la mirada en el techo, en silencio, durante un buen rato. Por primera vez en bastante tiempo, sentí comodidad absoluta. Me sentí como en casa, como en una auténtica casa, esta vez, verdadera y a causa de ello, cerré los ojos, alagado. Quizás me quedara incluso dormido, pues cuando desperté de mi letargo, ya se había hecho de noche y era las tantas de la madrugada.
A diferencia de mí, Andy no se había quedado frito. Tenía un libro en la mano, pero no lo leía. Me observaba a mí, con fijeza, con fascinación.
Sus ojos me recordaron a los míos, a los que había adquirido hacía meses observando a mi Muñeco, en una cama de sábanas azules.
-¿Deberías irte, Tom? Puedes quedarte a dormir conmigo o ha hacer lo que quieras. No me importa. Sé que no utilizas la noche para dormir precisamente y aunque me gustaría ir contigo por ahí con los demás, me va a costar trabajo. - me señaló su escayola y yo asentí, comprendiendo.
Fijándome bien, me di cuenta de que tenía varias pintadas dibujadas en ella. Un "Que te mejores, rubia" "Te esperamos en la calle, ¡Ten cuidado, no dejes que te roben la escayola!" varios dibujos obscenos de culos y pollas y algo escrito en hebreo, seguramente por Black.

-Te han visitado.

-Sí. - Andy sonrió, orgulloso de ello. - lo de rubia y los dibujitos de culos y pollas son de Ricky. Lo de te esperamos en la calle es de Kan y el hebreo, que significa, cuídate mucho, es de Black. ¡Ah! También vino Aaron, pero no escribió nada y vino solo. Ya sabes, no le gusta mostrarse demasiado sentimental en estos casos.

-¿Y cómo te acuerdas de todos? ¿No estabas amnésico? - Andreas se puso tan tenso como un palo, rígido. Su cara se tornó tan ruborizada que me recordó a un farolillo de feria.

-Es que... bueno... no es que estuviera amnésico es que... no quería tener que... hablar contigo. - confesó.

-Comprendo, te hiciste el tonto porque no querías que me acercara más de la cuenta ¿no? - al contrario de lo que él parecía suponer, a mí me hizo gracia. - No pensaba matarte ni echarte la bronca por haberme salvado, pedazo de animal.

-Ya, pero... necesitaba pensar sin presiones y...

-Sí, ya. Todos te han firmado, ¿Yo no puedo? Yo también quiero firmarte, ¿puedo o no?

-¡Ah, sí, sí! Tiene que haber un rotulador por alguna parte. - empezó a rebuscar por entre tantos libros, revistas y papeles, sin moverse del colchón. Me pregunté por qué se quedaba tan embelesado mirándome, analizando cada una de mis palabras como si en la vida las hubiera esperado.
Pensé que quizás, el problema era que Andy había notado algo. Sabía que alguien me había afectado en Hamburgo, de eso estaba seguro. Pero ¿Cuánto se imaginaba que me había afectado? Quizás... ¿Hubiera apreciado mi cambio de actitud en las últimas semanas? ¿Habría notado el cambio y los intentos tan desesperados que hacía para volver a ser yo, el mismo de siempre?
-¡Aquí está! - encontró por fin un rotulador negro debajo de un montón de papeles y me lo tendió, sonriente, alzando con dificultad la pierna un poco. - Creo que aún escribe. Pruébalo. - le arrebaté el rotulador de las manos y le cogí la pierna, apoyándola en mi regazo con cuidado. Pensé en qué escribirle, en algo que no sonara ni demasiado cursi ni demasiado frío. Algo típico del jefe y...

-Andy... - lo llamé. - ¿Tú por qué crees que estamos aquí? - él me miró sin entender. Lo cierto es que ni yo mismo comprendía a qué venía esa pregunta que me había hecho tantas veces desde mi vuelta a Stuttgar, y lo odiaba. Odiaba que nadie me diera una respuesta. La necesitaba.

-¿Cómo que por qué?

-Yo... creo que estamos en esta mierda de ciudad porque nos lo merecemos.

-Ah, eso... - Andy se encogió en el colchón, visiblemente incómodo. Era la clase de pregunta filosófica que seguramente le recordaría al cabronazo de su padre.

-Estamos desterrados, Andy. Tú y yo, y todos los demás, somos la escoria de la sociedad, del mundo. Nadie nos quiere cerca ¿Sabes por qué? - Andy no dijo nada, no se inmutó. Parecía resignado a ello, a su destino, igual que yo, igual que todos los que habíamos crecido entre el olor de la basura y el frío de las noches de invierno de Alemania. Un triste destino, sin duda. Pero... quizás merecido. - Estamos aquí porque somos villanos, Andy. Porque nacimos siendo villanos o, quizás, nacimos de padres que eran villanos. Somos seleccionados precisamente para eso, para hacer daño. En el mundo alguien debe ser el malo para que otros puedan ser los buenos. Para que puedan volver a sus acomodadas casas con sus cariñosas y preocupadas familias creyéndose víctimas de la injusticia del mundo. A nosotros nos ha tocado hacer el papel de villanos, así que tenemos que hacerlo lo mejor posible, aunque... - apreté el rotulador con fuerza entre los dedos de mi mano, rozándolo con la escayola. - Aunque tú no eres un villano, Andreas. Eres cualquier cosa menos eso. Tú podrías llegar lejos, podrías salir de aquí, podrías irte de esta pocilga muy lejos, empezar de cero, alquilar una casa con varias personas, estudiar una carrera, trabajar, encontrar un novio o algo así y... salir de aquí... tú podrías hacerlo, Andy. Al menos tú podrías...

-Tom... - me cortó, sonriendo y negando con la cabeza lentamente. - Mientras tú seas un villano, para mí estará bien serlo. - era la sonrisa más verdadera que había visto en mi vida. La más bonita y fascinante, la más pura... después de la de Bill.

-Andy...

-¡Está bien, Tom! Todo está bien para mí si tú estás conmigo.

-Andreas... eres el colega más fiel que tengo. - Andy se encogió de hombros, como si eso no fuera nada especial. Y podía asegurar que sí. Lo era.
Por fin me decidí y escribí con letras grandes y claras sobre la escayola de mi amigo.
-Bueno, ya está. - firmé y le solté la pierna, cerrando el rotulador con el capuchón y dejándolo caer sobre un manga llamado Death Note. Me levanté del colchón, desperezándome, estirando piernas y brazos.

-¿Ya te vas? - preguntó, antes incluso de ver lo que había apuntado en la escayola.

-Sí. Voy a patrullar el Floy ésta noche con los demás.

-Ten cuidado. - puse los ojos en blanco, riéndome.

-Andreas, no seas idiota. ¿Qué me puede pasar, a mí, Tom Kaulitz? - Andy hizo una mueca con la boca, desconforme pero aún así, no rechistó. Total, ¿Qué podría hacer él para impedírmelo? - Bueno, me voy. - guardé las manos en los bolsillos de mi sudadera y anduve hasta la puerta, abriéndola dispuesto a salir.

-¡Adiós, Tom! - me gritó Andy justamente antes de salir. Pude ver segundos antes de cerrar la puerta cómo dirigía la mirada a la escayola, leía lo que le había escrito y abría los ojos como platos, totalmente boquiabierto.
Cerré la puerta de su cuarto. Lidy estaba sentada en el sofá, encogida sobre sí misma, con el ojo tan inflamado que apenas se le veía. No podía ni abrirlo.
Pasé por su lado en dirección a la salida que daba fuera.

-Tócale un pelo a tu hijo, un solo pelo... y te mato, Lidy. - le advertí. Ella no se movió.
Salí de allí viendo las cosas desde otra perspectiva. No tenía esperanzas. No tenía sueños. No tenía sentimientos.
Había vuelto a ser el Tom de siempre, sin miedo a nada simplemente porque no tenía nada que perder. Porque ya estaba muerto. Ya era un apestoso cadáver que no necesitaba aliento para caminar. Solo había cambiado en una cosa... Sentía más odio que nunca.

Pero por lo menos... ahora... tenía un nuevo Muñeco.

Muñeco Abandonado // By Sarae (Segunda Temporada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora