Para cuando la carta llegó a Orquídea ella ya sabía que su cariño había muerto. De manera más realista, sabía que a Cielo le habían arrancado el corazón.
No literalmente. No teóricamente. No anatómicamente.
No sabía ella que esa última carta significaba años de un luto desmedido para su alma. Pero sí sabía, sin embargo, que a Cielo le había costado más quererla que vivir. Y que ahora había muerto.
Cuando Orquídea se tomó el café esa mañana debió suponer que los restos de su borra adornando su lengua rojiza era un mal augurio y que el haber olvidado las dos cucharitas de azúcar con las que siempre se lo tomaba anunciaba su pérdida. Era una mala alusión al sabor amargo que ahora recorría su paladar reseco (y sus días en adelante) porque era Cielo quien compraba el azúcar. Y esa mañana no hubo ni azúcar, ni cielo.
Orquídea no se vistió de negro y tampoco cortó su cabello, se sentó a un lado de la puerta con su taza en mano para observar los granos de café mal molidos y mal filtrados.
Para los vecinos que allí la vieron, no podía existir más serenidad y melancolía que la que rodeaba a Orquídea esa mañana.
Quizás porque no había perdido nada suyo.
Quizás porque lo que murió no fue su cariño sino su espera.
Y para la poca confianza que tenía en Cielo, cualquier vistazo para Orquídea no era más que el resultado de su delirio e inestable cordura.