05: Un idiota real

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26 de julio, 1981

09:27 AM

Así fue como descubrí que, contrario a la creencia popular, Diana Spencer ya había fallecido incluso antes de su boda.

Quentin me lo explicó de una forma que sólo él podía describir como breve, directa y concisa: la teoría de las líneas temporales simultáneas e inalterables.

—Las decisiones, chico —me decía, meneando con la mano izquierda los hielos del vaso de cristal de cuyo culo estaba adherida una servilleta—; las decisiones no son simples encrucijadas, son portales. «Sí» o «no» es el pase directo a uno de dos desenlaces prescritos aguardando por ti para elegir uno; y este agujero de gusano te está dando acceso a todos los portales de las decisiones, posiblemente no sólo de Diana de Gales, sino del mundo entero.

—Pero...

—Pero sólo notas los relacionados con Diana porque es quien tu mente está focalizada; sin embargo, sé que no estás al tanto de las noticias internacionales en este universo y por ende no sabes que John F. Kennedy está vivo.

—¿John F. Kenn...?

—¡No fue reelecto, claro, pero está vivo! Un tal Jake Epping detuvo al francotirador en el segundo tiro, pero sé que probablemente también murió en el universo del que vienes porque me lo contaste en tu visita anterior. El caso es que está bien vivo, chico, y mantiene amistades con el duque de Edimburgo...

—Quentin, esto...

—Sí, exacto, chico: esto significa que la palabra multiverso es estulta para la definición de la teoría: no se reduce a «multi», sino que se extiende perennemente conforme día a día se crea un sinnúmero de portales ramificados y, por ende, de universos. Portales, chico; portales y árboles.

—Eso no es lo que quería decir...

—Pero es lo que necesitas saber, chico, ¡oh, chico!

Quentin se puso de pie. Estaba repentinamente turbado, con los mismos modos de quien atraviesa una crisis al ahondar en las concepciones del existencialismo. Dejó el vaso de cristal en el borde de la mesita, con al menos un dedo fuera de la superficie. Contemplé acomodarlo, pero Quentin continuó hablando:

—Te expliqué esto la última vez. Prometiste que coincidirías de nuevo conmigo, y debías hacerlo por mera probabilidad, pero, chico, no esperaba que fuera tan pronto...

—¿Tan pronto?

—Así es. Muy pronto. Estuviste aquí el año pasado; interrumpiste la barbacoa del baby shower de mi hijo y tuve que decir que eras un colega profesor. Nadie iba a creerme que con tu edad fuiste mi alumno...

—Quentin, detente —demandé, poniéndome de pie al notar que se estaba atragantando de ansiolíticos—. Ven, olvida los desastres cuánticos un segundo y explícame algo...

Lo llevé de vuelta al sillón, y nos sentamos juntos nuevamente. Cogí el vaso que estaba a un roce de estrellarse contra el suelo y le serví más limonada. Él la bebió de un sólo tirón, y continuó masajeándose la frente con ambas manos.

Hablamos de América, pero no tanto, porque no quería que Quentin me creyera un depravado pederasta, pero tampoco correr el riesgo de hacerle saber que pasaría años enamorado de su nieta sin el valor suficiente para hacérselo saber a ella misma, a quien sí le concernían las direcciones de mis sentimientos. América Montague, «con un acento», solía decirme ella, ya en sus veinte y con las pecas desdibujadas. Iba y venía casi todos los días al departamento de edición de la gaceta de Covent Garden para traerle el almuerzo a un Quentin Montague con inicios de Parkinson.

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