El orfanato de las esperanzas perdidas.

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13 de abril del año 12d.E:
La primavera es de mis estaciones preferidas. Llueve y el calor empieza a llegar a Credenscia como un aviso de que el verano y el calor asfixiante volverá a hacernos la vida imposible. Con el calor comienzan las escapadas al bosque, los baños en el río, los juegos de cartas en el porche del orfanato y las rutinas de ejercicios al aire libre de Gideon, a quien la lluvia no molesta. Incluso es una época feliz para la madre Bea, la monja que nos cuida. Le encanta el sonido de la lluvia y el tono gris del cielo nublado.
Ese día llovía y todos los niños estaban sentados en la enfermería contando historias, porque era lo que más disfrutaba Íñigo. Ya había cumplido la mayoría de edad y debía abandonar el orfanato, pero como estaba enfermo Bea le permitía quedarse. Nosotros lo adorábamos y yo quería ser como él de mayor. Alguien que habiéndolo perdido todo era feliz.
En cambio nosotros, los “adolescentes”, estábamos fuera. Realmente seguíamos siendo niños, pero nos creíamos demasiado mayores para escuchar cuentos. Los adolescentes pasaban de fantasías. Preferían mirar la lluvia desde el porche e incluso preferían hablar de amor. Pero ¿Qué amor íbamos a sentir? Al menos yo, que tenía quince años, no era capaz de sentir nada hacia mis compañeros. Eran como mis hermanos.
Bea salió en ese momento y se sentó en la silla de madera de todas las tardes. Una sonrisa melancólica llenó su rostro mientras abría un libro casi por la mitad.
—¿De qué habláis? –Preguntó curiosa. Xiana se levantó, obediente como siempre, percibiendo la pregunta de la madre como si fuera una orden directa.
—Hablábamos de Íñigo y sus cuentos. –Contestó. Bea colocó el dedo índice entre las páginas del libro a modo de marcapáginas y lo cerró.
—Yo también quería hablar de Íñigo y sus libros. –Asentimos esperando que siguiera. —Están pasando muchas cosas allí fuera y han decidido dejar de mandar medicamentos, así que no podrá seguir con su tratamiento. –Tomé la palabra.
—Eso quiere decir que va a morir ¿No? ¿Cuánto falta para que se le terminen los medicamentos?
—Lo siento, Joanet, pero no sabía cómo decirlo. Ya se le han acabado. Lleva dos semanas sin él.
—Yo lo veo muy bien. –Comentó Gideon, que solía restarle importancia a todo.
—No quiere que los niños lo vean mal.
—Tarde o temprano se darán cuenta. Se va a morir. –Reproché.
—Estaba esperando. Igual sobrevivía lo suficiente como para que no se dieran cuenta.
—No van a adoptarlos. Lo sabes. –Comentó Díama y Bea comenzó a negar impulsivamente. Algo iba realmente mal, pero al ver que comenzaba a llorar, entramos para dejarla sola con sus pensamientos. Nunca la habíamos visto llorar y no sabíamos cómo gestionarlo. Ella era fría y apenas apreciaba el contacto físico, pero dejarla sola me dejó un profundo vacío. Sentía que me faltaba hacer algo. Subimos las escaleras ignorando nuestros sentimientos en dirección a las habitaciones.
A pleno camino retrocedí. Salí otra vez al frío. Bea había comenzado a caminar entre la lluvia y miraba al cielo con las manos unidas como suplicando a Dios. Llovía tanto que en apenas unos minutos se había mojado el hábito por completo. Me acerqué y le dí un largo abrazo. Entonces me contó un secreto. La razón por la que lloraba y la razón por la que nuestras vidas iban a cambiar completamente.

La extinción ocurrió cuando yo tenía tres años. Apenas me enteré. Lo único que recuerdo de aquellos años es estar dormido en el coche de ciudad en ciudad. A diferencia de lo que podría parecer “la extinción” no significaba la muerte de todos y cada uno de los humanos del mundo. Significaba nuestra pérdida de identidad como especie. Antes de la extinción éramos los reyes del mundo. Éramos los únicos capaces de razonar. La razón era aquello que nos hacía sentir superiores, héroes y villanos que estaban destruyendo todo lo que conocían por simple egoísmo. Entonces perdimos la corona. Entendimos que no había ser más estúpido sobre la tierra que nosotros mismos y dejamos de ser homo sapiens sapiens para ser homo miseriens. Dejamos de hacer girar al mundo para ser movidos y mareados por el infierno en el que vivíamos.
Cuando cumplí ocho años mi hogar fue invadido por los muertos andantes. Eran personas podridas, tristes y vacías, pero sobre todo enfermas. Padecían la peor de las enfermedades, la pérdida del endeble recuerdo de su humanidad. La tierra no tenía suficiente con torturarnos con su hostilidad, sino que también nos había traído un virus que era capaz de robarnos aquello que nos había traído tantos problemas, la razón, el pensamiento, la voluntad. Todo lo que nos quedaba.
La primera vez que los vi tenía ocho años, pero ya había escuchado hablar de ellos. Sabía lo que hacían y los temía. Ahora Bea me contaba un secreto que era como una flecha en el centro de mi corazón.
—Los infectados, los muertos andantes, la enfermedad, ha llegado a Credenscia. Por eso no hay suministros médicos y pronto tampoco quedará comida. No quería que lo supieran los niños porque no quería que sus últimos días los pasasen asustados, pero tampoco quiero que los pasen tristes por la muerte de Íñigo. –No sé cómo no se me detuvo el corazón. Ni siquiera sé cómo conseguí articular una sola palabra.
—¿Hasta dónde han llegado?
—Hasta el cuarto distrito.
—Tienen que saber lo que ocurre. Tienen que estar preparados para huir. –Repliqué.
—Joanet, son niños. No pueden correr sin cansarse. No pueden sostener un arma. Algunos no pueden ni aguantar el pis. Tus amigos y tú podéis intentar sobrevivir, pero nosotros estamos perdidos.
—Tenemos que intentarlo.
—Mañana lo hablamos. No le digas a nadie lo que sabes. Si Kein te pregunta, dile que estoy mejor y que sólo me desmoroné por la salud de Íñigo. –Asentí tembloroso. No quería desobedecer. Nunca lo había hecho, pero este era un problema a vida o muerte.

Después de la extinción Donde viven las historias. Descúbrelo ahora