𝟎𝟖

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𝐔𝐍𝐀 𝐓𝐎𝐑𝐌𝐄𝐍𝐓𝐀 𝐋𝐋𝐀𝐌𝐀𝐃𝐀 𝐇𝐄𝐅𝐄𝐒𝐓𝐎


Los días pasaban con una lentitud exasperante en el dorado templo de Apolo, donde el brillo del sol parecía no cesar nunca. Después de que Asclepio, uno de los incontables hijos de Apolo y maestro en las artes de la curación, me revisara con atención, su diagnóstico fue claro: reposo absoluto por seis semanas. Ya han pasado tres desde entonces, y aunque los días me parecen eternos, aún siento los efectos de las heridas.

Asclepio fue conciso y profesional, sin rodeos. Me advirtió que las fisuras en mis costillas y el brazo necesitaban más tiempo para sanar completamente. El dolor ya no era tan insoportable, pero había momentos en los que el más leve movimiento hacía que mi cuerpo se rebelara contra mí. Tres semanas de evitar a Apolo lo más posible, de rechazar cualquier conversación que quisiera iniciar. Aún con mi actitud fría, él no me ha dejado de observar, siempre a lo lejos, con esa mezcla de interés y preocupación que me desconcertaba.

Por las esquinas de mi visión, a veces noto su presencia. Apolo me vigila desde la distancia, respetando mi espacio, pero no alejándose del todo. Su mirada parece cargada de preguntas que no está dispuesto a formular. A pesar de la frialdad que he mantenido, en algunos momentos de debilidad, como cuando los mareos me invaden o la fatiga me vence, él se acerca en silencio. No dice nada, pero su apoyo siempre está ahí: un vaso de agua colocado en la mesita junto a mí, un paño húmedo para aliviarme del calor, pequeños gestos que hacen que mi corazón se sienta extraño, como si no supiera cómo reaccionar.

Hubo una noche, una en particular, en la que simplemente no podía conciliar el sueño. El dolor no era el problema, sino una inquietud en mi mente, un nudo en el estómago que no me dejaba respirar con calma. Esa noche, Apolo no dijo una sola palabra. Entró en la habitación con su lira y comenzó a tocar. Sus dedos rozaron las cuerdas de manera tan suave que el sonido llenó el aire con una calma inesperada. No supe en qué momento me quedé dormida, pero lo que sí recuerdo es que al despertar, Apolo seguía ahí, sentado junto a la ventana, sus ojos puestos en el horizonte, con la lira aún en sus manos.

Desde aquella noche, he notado cómo ha empezado a tocar la lira más frecuentemente. Es como si se hubiera dado cuenta de que, de alguna manera, me calma. A veces, pasa horas enteras sin detenerse, sus dedos moviéndose con una gracia casi divina, hasta que mi cuerpo finalmente se rinde al sueño. No lo admite, pero sé que lo hace por mí, aunque nunca le he dado las gracias. Me aferro a mi silencio, a esta barrera que he construido entre los dos, pero a veces me pregunto cuánto más podré mantenerla.

Tres semanas han pasado, y aunque he mejorado físicamente, mis emociones parecen un desastre.

He notado otros pequeños detalles en los últimos días, cosas que antes no percibía o, más bien, no me permitía percibir. La manera en que Apolo camina en silencio por los pasillos del templo, el sonido constante de sus pasos que me recuerda que siempre está cerca. O cómo, incluso sin decir nada, parece entender más de lo que muestra. Es imposible ignorar el hecho de que su presencia ha sido inquebrantable, a pesar de mis constantes intentos por mantenerme distante. Pero no puedo evitar pensar en cómo, a pesar de todo, me siento extrañamente protegida.

Hay algo más que me ha estado rondando la mente. Nunca he hablado de ello, pero la lluvia en exceso o los sonidos fuertes, como los truenos, siempre me han provocado una especie de pánico que intento disimular. No es algo que suceda a menudo, pero cuando lo hace, es como si mi cuerpo se congelara, como si no pudiera respirar con normalidad. Recuerdo una noche en particular, hace apenas unos días. El cielo se había abierto en una tormenta implacable, y los relámpagos de Zeus retumbaban con fuerza, apagando las antorchas que iluminaban el templo.

𝐄𝐍𝐓𝐑𝐄 𝐋𝐔𝐍𝐀𝐒 𝐘 𝐒𝐎𝐋𝐄𝐒Donde viven las historias. Descúbrelo ahora