𝟎𝟗

20 3 0
                                    

𝐋𝐄𝐆𝐈𝐎𝐍 𝐃𝐄𝐋 𝐓𝐑𝐎𝐍𝐎


Caminaba por el Olimpo sin un rumbo fijo, siguiendo el eco de voces que se entrelazaban entre silbidos y gritos. A lo lejos, reconocí algunos nombres: los Olympia eran mencionados con respeto y cierta ansiedad. Desde que me recuperé, no he vuelto a ver a Apolo. No es que lo evitara, simplemente, me he estado quedando en el Templo de Artemisa. Es curioso cómo, a pesar de estar rodeada de divinidad, el templo de mi diosa se sentía más sombrío que el de Apolo. Quizás fuera una coincidencia o tal vez algo más.

Desde mi regreso al lado de Artemisa, no hemos intercambiado una sola palabra significativa. No era que hubiera creado una barrera entre nosotras, sino que parecía que Artemisa estaba siempre ocupada, inmersa en los deberes de la Legión del Trono. Intenté varias veces abordar el tema con ella, buscar alguna señal de que todo estaba bien entre nosotras, pero ella solo se limitaba a darme información que ya conocía, como si evitara cualquier conversación profunda. No me había mencionado siquiera que ese mismo día era la presentación oficial de la organización ante las criaturas del Olimpo. Me había enterado por accidente, siguiendo las voces y el bullicio.

¿Por qué no me dijo nada? La pregunta me rondaba la cabeza mientras caminaba. ¿Acaso estaba decepcionada conmigo? Pensé en el incidente con Joss y la Cohorte Escamosa. ¿Era posible que eso hubiera afectado nuestra relación? Sacudí la cabeza. No, Apolo no me mentiría, y él mismo me había contado que Artemisa había ordenado que no comenzarían sin mí.

Finalmente, después de haberme perdido en los laberintos de mi mente, llegué a un coliseo improvisado. Era una estructura imponente, y en su centro, elevado por encima de todos, se encontraba el consejo de los Olympia. Doce tronos de piedra, monumentales y majestuosos, se erguían con una presencia abrumadora, como si el Olimpo entero hubiera decidido reunirse en ese mismo lugar. Mis ojos recorrieron cada uno de ellos, impresionada por la magnitud del poder que irradiaban juntos.

Al detenerme en el trono de Apolo, nuestras miradas se encontraron. Su rostro, que hasta ese momento parecía tan intimidante y distante como el de los demás, cambió repentinamente. La seriedad dio paso a esa chispa juguetona que había llegado a conocer durante semanas. Fue un momento breve, apenas perceptible, pero suficiente para hacerme olvidar, por un instante, lo que me rodeaba. Pero entonces, una figura se interpuso entre nosotros.

Era una diosa, sin duda más baja que el resto de los Olympia, pero no por ello menos impactante. Su cabello era de un rubio encendido, con ojos verdes tan brillantes como los prados de primavera, labios carnosos y una figura excepcional, casi esculpida por los mismos dioses. Se acercó a Apolo y le susurró algo al oído. Inmediatamente, él dejó de mirarme, retomando la expresión arrogante que parecía compartir con los otros dioses. Solo Hestia, con su aire maternal y cálido, permanecía inmune a esa frialdad.

No sabía quién era esa diosa, y la verdad, tampoco quería averiguarlo. En lugar de atormentarme con preguntas, decidí recorrer con la mirada el resto de los tronos. Solo once de ellos estaban ocupados, y había uno vacío, justo al lado de la hermosa diosa que había interrumpido mi breve conexión con Apolo. Ese trono vacío... Supuse que pertenecía a Hefesto, el dios exiliado, el marginado entre su propia familia.

Los gritos y aplausos se intensificaron cuando Zeus, el mayor de los Olympia, se levantó de su asiento. Su presencia llenaba el coliseo como una tormenta inminente, y su mirada dura, casi fría, barría la multitud con autoridad. El ruido se hizo insoportable por un momento, tanto que tuve que cubrirme ligeramente los oídos para amortiguarlo. Zeus levantó ambos brazos en una señal clara, exigiendo silencio, y una vez lo consiguió, se aclaró la garganta y finalmente habló.

𝐄𝐍𝐓𝐑𝐄 𝐋𝐔𝐍𝐀𝐒 𝐘 𝐒𝐎𝐋𝐄𝐒Donde viven las historias. Descúbrelo ahora