Ya era sábado por la mañana. Durante los anteriores días no me había presentado al instituto. No quería verle la cara, ni socializar, ni existir. Me pasaba los días comiendo a más no poder mientras veía series y pelis. Siempre que me sentía mal, comía. Esa era mi solución a todo. Si me aburría, también comía. Después siempre me arrepentía, pero en el momento sentaba bien. Tal vez por eso me sobraban un par de kilos (aunque mis costillas anchas tampoco ayudaban).
De lunes a viernes, mi madre ofrecía clases de zumba por la tarde, pero, por desgracia, sábados y domingos eran por la mañana. Le gustaba tener el resto del día para ella misma. A veces salíamos a tomar algo o visitábamos a mi prima en el hospital. Ella padecía de cáncer de mama, y estaba grave. Semana sí y semana también, hacía sesiones de quimioterapia. Mi prima, Anna, ya tenía asumido que de esa no salía, pero mi tía se empeñaba. No la quería dejar ir de ninguna manera. Yo tampoco, sinceramente, pero ya llevaba 1 año así, y Anna estaba harta. Pasar los días en el hospital no era la vida ideal para una adolescente. Y vivir preocupada tampoco es la vida de una madre.
Cuando me levanté de mi cama, ni me miré al espejo. Sabía que tenía la cara hinchada, pero no quería verme en ese estado. Nada más bajar las escaleras, me topé con un grupo de señoras bailando en mi salón. Ya era costumbre, las conocía a todas. Pero justo el día en que estaba menos presentable estaba, había dos chicas nuevas. Más tarde me enteré de que sus nombres eran Marta y Zoe. Aunque Marta me sonaba de algo.
Crucé la sala con indiferencia hasta llegar a la cocina. Ahí me preparé mi desayuno de cada mañana: un bol de leche con cereales y galletas. Mientras desayunaba, veía la tele, aunque con dificultad debido a la música proveniente del salón. Casi no había pensado en él, y eso me hacía sentir extraña. Me dolía no escribirle nada más despertarme. Me dolía saber que ya no le podría llamar cuando estuviera mal. Fue entonces, entre mis pensamientos y con una galleta en la boca, cuando Zoe entró por la puerta acompañada de mi madre.
- Carmen, ¿me puedes servir un vaso de agua? - Preguntó Zoe dirigiéndose a mi madre. Mi madre tan solo se lo extendió y se acercó a mí. No podía estar pasando. Me dio un beso en la mejilla y se me quedó mirando extrañada. Sus manos se posaron en mis hombros y, con las cejas fruncidas, me abrazó. ¿Tan frágil se me veía? Hasta ella me trataba diferente.
- ¿Estás bien cariño? - Negué con la cabeza y se quedó unos segundos pensando con cara de pena. - No me gusta verte así. Vente a bailar. Estamos en el descanso de diez minutos. ¿Qué me dices?
Realmente sonaba bien. Bailar me liberaría de malos pensamientos. Ese era mi objetivo. Con esto, le hice un gesto en modo de afirmación a mi madre y crucé por el salón para dirigirme escaleras arriba. Esta vez las mujeres estaban descansando mientras bebían agua, así que les saludé con la mano y subí a cambiarme. Al llegar a mi habitación, esta vez sí me miré al espejo. Estaba realmente horrenda. Se me notaban los kilos de más, tenía los ojos hinchados con unas ojeras pronunciadas. Mi cabello rizado se había enredado y estaba bufado. Me puse el primer chándal que vi junto con un sujetador deportivo. Me peiné y me lavé la cara. Solamente me detuve para observarme de arriba a abajo. Cada pequeño detalle de mi cuerpo. Ese día me sentía insegura, pero de todas maneras, debía esbozar una sonrisa como siempre.
Decidí bajar las escaleras, y me puse a bailar junto a ellas. Obviamente, ya habían empezado y no me sorprendía. Yo siempre tardaba en arreglarme, y peinarme tampoco era una tarea fácil.
Siempre se me había dado bien seguir el ritmo de la música, pero mis movimientos eran esqueléticos. Después de 30 minutos de baile sin cesar, estaba cansada. Solo me quería ir, pero no quería demostrar la poca resistencia que tenía. No me iban a ganar unas señoras de 50 años. Pero justo cuando no podía más, mi madre recibió una llamada. Me gesticuló con los brazos para que la fuera a atender. Era mi tía Manuela.
- Hola tía. ¿Qué pasa? - Escuché como respiraba con fuerza. Algo no estaba bien
- Hola Arely. - cogió aire - tengo algo que deciros... Tu prima Anna ha entrado en coma.
De un momento a otro mi cara se puso pálida. Salí de la cocina con cara de sorpresa y con los ojos de cristal. Dejé de respirar por un instante. Mi madre se acercó a mí preocupada. Al pasarle el teléfono, tuvo la misma reacción que yo. En cuanto colgó la llamada, apagó la música marchosa.
- Chicas, sintiéndolo mucho, la clase de hoy ha terminado. Por temas personales, debo marcharme inmediatamente. - Dijo con una voz temblorosa. Las chicas comenzaron a recoger. - Agradezco vuestra comprensión.
Con esto, comprendí que nos íbamos al hospital de visita. No cogí nada más que mi móvil y salí por la puerta junto a mi madre. Ella estaba realmente preocupada, y eso me ponía aún más nerviosa.
Nos subimos al coche rápidamente y nos abrochamos los cinturones. La tensión se podía sentir. Mi madre lloraba, aunque intentaba ocultarlo. Sabía que lo hacía por mí, y eso me dolía aún más. Hacía ya mucho que no la veía tan mal por alguien. Siempre la había visto como una persona fuerte e imparable. Una persona que se enfrentaba a sus miedos y se las apañaba sola. Ella era mi guerrera, y eso no iba a cambiar ni por verla en ese estado. Sus ojos azules resplandecían más que nunca y su barbilla estaba fruncida para ahogar los llantos. Al instante, pude sentir como mi cara ardía. Ardía tanto como el día de la ruptura. Se me estaba juntando todo, y eso no me gustaba en absoluto.
El camino se me hizo realmente largo, pero finalmente llegamos al hospital.
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Un amor contagioso
RomanceArely acaba de salir de una relación y su vida parece no tener sentido. La cosa empeora aún más cuando una mañana, su tía llama por teléfono para informar sobre el estado de su prima. Ha entrado en coma. En el hospital, la vida de Arely dará un giro...