Extra 1: Deja vu

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El aire en aquella mañana era gélido. Tan pronto dio sus primeras pisadas en el suelo firme y húmedo de la vieja Ostania, Damián sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.

La vieja estación de trenes estaba tan viva como había estado siempre; gente caminando a pasos agigantados buscando abordar sus respectivos trenes antes de que fuese demasiado tarde, niños vendiendo las primicias del periódico como pan caliente, y un innegable tinte de melancolía en el aire.

Observó descuidadamente al tumulto de gente a su alrededor. Se preguntó cuantas despedidas desgarradoras habrían presenciado las vías de metal. Y cuántas cálidas bienvenidas habrían ocurrido allí también. Sólo entonces llegó a la conclusión que pensar en ello de forma obsesiva no cambiaría nada; él nunca habría tenido una despedida digna en aquel lugar, y justo ahora, tampoco había alguien que anhelara su regreso. Se sentía repulsivamente triste.

Su corazón palpitaba débilmente en su pecho mientras el recuerdo de una jovial Anya regresaba a su mente. Habían pasado cinco largos años; pero la cicatriz permanecía, y empezaba a creer que nunca lograría erradicarla por completo.

Había hecho su vida tal y como su padre le había insistido. Se había ido a un país extraño dejando atrás todo lo que conocía, y todo lo que soñaba. Se esforzó lo suficiente, hizo conexiones y finalmente egresó en ciencias políticas como se tenía previsto. Ahora, con veintidós años y una mentalidad distinta Damián se había visto obligado a regresar y tomar un puesto en el Partido Nacional, el cual su padre tanto atesoraba.

La lluvia matutina había cesado incluso antes de que el tren se acercara a las afueras de la ciudad. Ahora sólo quedaban los rastros de lluvia en el suelo y una fría brisa que congelaba sus mejillas. Damián suspiró cuando notó como todo se sentía tan familiar, y a su vez tan desconocido.

—Señor, por aquí. El chofer lo está esperando -. Fueron las indicaciones de un hombre con cabellos grisáceos los que lograron traerlo a la realidad. Damián lo escudriño sutilmente con su mirada avellana antes de asentir en silencio y seguirle.

No fue hasta que se encontró dentro del vehículo que Damián se permitió bajar su mascara de frialdad y observar por la ventana con aquella indudable nostalgia que lo estaba consumiendo. Su pecho dolía y sentía como los recuerdos de su juventud entera se arremolinaban en su mente haciéndole perder el juicio.

Había intentado prepararse desde el momento en que supo que volvería a su país; a Berlint. Sin embargo, ahora podía admitir que había sido en vano. El aire era tan fresco que hacía que sus recuerdos volaran a su alrededor y se enredaran en las ramificaciones de sus neuronas pidiendo a gritos ser rememorados una y otra vez. Se estaba tornando insoportable.

Cada calle que la limusina transitaba se sentía tan familiar y podía verse a sí mismo recorriéndolas años atrás, pero las edificaciones, y los colores de las cosas, así como las personas que las transitaban: todo era diferente. Damián era diferente.

Era probable que incluso Anya Forger fuera diferente.

Pensar en ella le resultaba atemorizante. Ante el mero recuerdo de su nombre deslizándose entre las grietas de su roto corazón podía sentir los nervios entumecerle los dedos de las manos y el aliento escaparse de sus pulmones desesperadamente. Había un sinfín de sentimientos enterrados dentro de él, y muchos de ellos se revocaban a una sola persona; Anya.

Damián tenía la frente recargada en el frío vidrio a su costado y exhalaba aire con pesadez, dejándose arrastrar por aquellas emociones tan sofocantes. Pisar Ostania era más complicado de lo que habría imaginado. Las cosas que alguna vez conoció, ya no existían. Y aun así lograba evocar recuerdos incluso viendo lo desconocido. Se preguntó, si siquiera ella seguiría en aquel lugar, o si incluso aquello habría cambiado.

Por el espejo retrovisor su chofer no podía evitar verle con preocupación por momentos, abriendo la boca para intentar buscar las palabras adecuadas, pero cerrándola tan pronto el desconcierto era sustituido por el racionalismo. Era el hijo de su jefe, y probablemente no tendría por qué entrometerse en sus asuntos.

Damián sólo podía pedir una pizca de familiaridad. Algo que le recordara que estaba en Ostania. Algo que, aunque sea por un instante apaciguara sus tristezas y le recordara que alguna vez en aquel lugar, fue tan feliz que deseó nunca irse lejos.

Un atisbo de brillo se asomó en sus ojos cuando una edificación tan antigua y conocida se elevó sobre ellos. Al menos eso, no era del todo diferente. Lo cual resultaba ser un alivio. Antes de poder procesar lo que estaba haciendo Damián le pidió al chofer que los conduciera allí dentro con voz sospechosamente emocionada.

No le costó mucho lograr ingresar en la edificación. Su nombre por sí solo le permitía hacerlo. Damián por un segundo se sintió complacido de ser un Desmond, y es que sólo de esa forma consiguió un pase sin esfuerzo dentro del viejo y reconocido Edén. El colegio que le vio crecer por tantos años. Un segundo hogar para Damián.

La familiaridad con los pasillos y con sus alrededores en general le resultaba placentera. Berlint en general se sentía como un espacio al que ya no podía reconocer; extrañamente conocido, como un sueño lejano del que había despertado e intentaba aferrarse inútilmente a los detalles. Sin embargo, Edén seguía siendo Edén.

Incluso tras cinco años de su partida de aquel lugar podía sentir una familiaridad con el colegio. Era como un gratificante deja vu.

Ciertamente, mientras Damián paseaba por los jardines del lugar atesorando sus momentos vividos allí en el pasado, y viendo descuidadamente entre las ventanas de las aulas, Damián pudo jurar que el choque accidental de su mirada con la de una profesora de ojos verdes brillantes, fue eso. Un extraño, magnífico y sorpresivo deja vu.

Aquel reencuentro le robó el aliento. Casi como si fuera la primera vez. 

Ocho besos y un final. | Damianya one shots.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora