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Santiago (valor aproximado de acuerdo con sus bienes y propiedades: $113,000,000 USD | deuda total: $35,000,000) caminaba por la recién terminada expansión de su casa. Recorría lentamente los pasillos vacíos mientras le daba ligeros sorbos a su whisky Johnnie Walker King George V en las rocas. Ya después se contactaría con Renoir, su diseñador de interiores, para decorar y comprar todos los muebles necesarios. Después entró a una sala donde había un par de mesas de billar Brunswick Gold Crown VI Tournament de nueve pies, una pantalla Samsung Class Q80C QLED 4K UHD Smart Tizen de 98 pulgadas y un pequeño bar que aún no tenía botellas.

La sala también contaba con unas puertas corredizas de cristal que llevaban al jardín. Santiago las abrió y se paseó por el pequeño green de golf que había mandado a hacer. Ya con el tiempo compraría los terrenos contiguos y quizá construiría un campo de práctica como el de Fu.

O quizá uno más grande.

Su nuevo jardinero, Pablo ($1,500 MXN a la semana), podaba el césped del campo para que fuera lo suficiente corto para que la pelota rodara sobre él sin detenerse. Este, al ver a Santiago, dejó su trabajo y lo saludó. Santiago simplemente asintió con la cabeza para devolverle el gesto y se fue.

Siguió adelante y caminó por la cochera. Vio sus autos, incluyendo su nuevo Aston Martin Vantage, el Audi Q4 Sportback e-tron de su mujer, Caro, el Mini Cooper Countryman de su hija, Ana Pau y el empolvado Power Wheels Lamborghini Veneno de su hijo, Leo.

Entró a su casa, subió las escaleras y caminó por el pasillo donde había unas cuantas puertas abiertas. Escuchó ligeros sollozos que provenían de algún lugar cercano, pero siguió adelante. Entró a su habitación y cerró la puerta tras de él. Ya dentro, escuchó la regadera. Su esposa, Caro, debía estar ahí dentro, por lo que él rápidamente entró al baño, se quitó la ropa, abrió la puerta corrediza y entró.

—¿Qué haces? Salte —le dijo Caro al verlo, pero él la tomó de la cintura y comenzó a besarle el cuello—. ¡Ahorita no! —ella se encogió de hombros para que él dejara de besarla; también puso sus manos sobre el pecho de él y lo apartaba con fuerza—. ¡Déjame!

Pero él la apretó de la cintura y dio un paso adelante. Ella retrocedió poco a poco hasta arrinconarse en la pared. Él siguió acercándose. No dejaba de mirarla: esa piel tan suave y húmeda, esa fuerza y violencia con la que ella lo apartaba, esos ojos azules y llenos de rabia. Pocas veces había sentido tanto deseo por ella.

—¡Que no! —ella entonces lo empujó con todas sus fuerzas. Él, debido al suelo húmedo, resbaló y se golpeó la cabeza contra el suelo. Desorientado, se levantó lentamente. Ella entonces logró sacarlo del baño a base de empujones y cerró la puerta con llave. Él tomó una sábana de su cama, y con ella se cubrió el área del golpe. Después de unos segundos, la inspeccionó: solo había una pequeña mancha de sangre. Nada de gravedad. Entonces se secó el cuerpo con la misma sábana, tomó un cambio de ropa y se vistió. Volvió a revisarse la herida, y de ella ya prácticamente no sangraba.

Salió de su habitación para decirle a Mari que lavara la sábana sucia y tendiera la cama, pero pronto notó que la persona que estaba sollozando aún no se callaba. Se acercó entonces a las habitaciones que había. Dentro de la primera estaba su hijo Leo jugando desganadamente con sus juguetes. Y dentro de la segunda estaba Ana Pau sentada en su cama, sollozando. A su alrededor había montones de vestidos, bolsas y zapatos esparcidos por el suelo.

—Y ahora ¿tú qué te traes? —Santiago entró al cuarto de su hija y miró todo lo que ella había tirado, como un vestido largo ASV Armani ($2,595) y uno corto de algodón con corsé Dolce & Gabbana ($1,795)—. Ya quisiera verte yo comprándote uno de estos con tu dinero. Dile a Mari que recoja todo y se lo lleve a la tintorería.

—Mis amigos de la uni me invitaron a una fiesta —dijo Ana Pau con unas cuantas lágrimas recorriéndole el rostro—. Pero no me puedo poner algo como eso; voy a parecer la hija de la criada.

—¿Y qué no tienes las tarjetas de crédito que te di? —le preguntó Santiago—. Si tienes ropa corriente es porque la compraste tú.

Ana Pau miró a su padre por unos segundos, y su tristeza pronto se transformó en ira. Entonces sacó de su bolso unas cuantas tarjetas doradas y platinadas y se las aventó a su padre.

—Con estas no me ajusto nada. Consígueme una ilimitada. Todas mis amigas las tienen. ¿O los del banco no te la quieren dar?

Santiago avanzó hacia su hija y se puso frente a ella.

—No te confundas: el dinero nunca ha sido un problema —Santiago entonces sacó una tarjeta de crédito American Express Centurion, una de las tarjetas más exclusivas del mundo, de su cartera y se la restregó en la cara.

—¡Te odio, pa! —lloró Ana Pau—. ¡Tú nunca me das nada! ¡Por eso todos han de pensar que vengo de una familia de nacos!

Santiago apretó el puño con fuerza y levantó la voz:

—¡Si hay alguien que está sacando la familia de la miseria soy yo! ¡Todo esto es por mí! ¡Todo esto es mío! ¡No hay nada que ellos tengan que yo no pueda tener!

—¡Abre los ojos, pa —gritó Ana Pau—: ¿quién de tus socios vive en una casa tan chiquita como la nuestra?!

—¡Ya la expandí! —Santiago gritó—. ¡¿O aún no te enteras?! ¡¿Quieres que te lleve a que la veas?!

—¡Es la casa más chiquita de la ciudad! —gritó ella, y quizá no mentía—. ¡¿Por qué crees que nunca invito a nadie aquí?! ¡Solo se va a burlar! ¡Es lo mismo con mi coche: parece que traigo un taxi! ¡Y si tanto dinero tienes ¿por qué no me puedes comprar algo decente?! ¡Un día voy a ir con tus socios para que vean cómo maltratas a tu familia!

—¡A mí dinero no me falta! —Santiago entonces le aventó su tarjeta de crédito a su hija y salió de la habitación—. ¡Y den gracias de que me tienen a mí porque sin mí ustedes no son nada!


No somos igualesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora