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"No hay hermosas superficies sin terribles profundidades".

Miedo, dolor. Eso es lo que piensa al despertar.

Y su móvil vibrando en la mesita de noche. Se incorpora. La luz del sol aún no surge.

Un recuerdo llega a su mente. El recuerdo de su padre, el mismo que le dio su nombre: Reese Birdwhistle. Su padre la amaba, ella era su vida. Ese recuerdo irrumpe por la mañana, cuando está desprevenida. La golpean.

Se levanta, siente frío. Las plantas de sus pies tocan el suelo gélido, pero está acostumbrada al ambiente frío y húmedo de los lugares oscuros. Va al lavamanos y toma un frasco lleno de píldoras, toma una. La toma despacio.

Ve en el espejo su reflejo y su cerebro le advierte que el mundo ya no es igual. Ya pasaron tres años desde que terminó el encierro que la marcó. Recuerda cuando anunciaron la existencia del virus.

La histeria masiva, los suicidios, el miedo. Después del descubrimiento, fue imposible seguir saliendo al exterior para no contraer un virus mortal para los humanos. Ese fue el discurso oficial de seguridad pública.

Las palabras para suprimir cualquier cuestionamiento.

Después del virus, el mundo cambió de forma definitiva.

Quisiera anestesiarse ahora mismo y vivir sin sentir nada. Actuar de manera normal, ver todo, saber y no decir nada. Pero los recuerdos están, siguen ahí.

Camina descalza. Busca la ropa cómoda de su guardarropa. Toma la mochila para bajar. Su madre ya estaría con el desayuno en la mesa.

Encuentra a su madre metida en la cocina.

-Buenos días-, dice. La madre vuelve para verla. Ella era ya una mujer mayor, de cabellera larga y teñida de negro, de tez pálida y ojos cafés.

-Buenos días-, responde la mujer.

El desayuno está listo, tendido en la mesa. Siente su olor. Lo devora, para después despedirse de su madre.

Abre la puerta, el frío le golpea la cara. Se queda quieta mientras respira el fresco aire de la madrugada. Sosiega. En la casa hay un vacío que no la deja dormir por las noches, que la inquieta.

Camina con calma. El camino a la salida siempre le parece largo, es un camino de pavimento, recto, de kilómetros y kilómetros de casas y terrenos vacíos. Llega al lugar de espera. Para tomar el transporte que la llevará al colegio.

Quiere borrar las imágenes lejanas, los recuerdos que persisten. La cuarentena y la cifra de muertes que no dejaba de aumentar. Un estornudo era la muerte. Recuerda los grupos de personas en los hospitales. La soledad que sintió por semanas. Niega con la cabeza, pero no puede dejar de recordar. Hubo grupos que empezaron a salir al exterior. La prensa registró el caso de la violencia y el abuso hacia amas de casa. Fue el primer escándalo público.

Quiere el cerebro en blanco. El transporte está ahí. Sube con calma. Hay un vacío en el camión. Prefiere la ventana y los asientos traseros. Observa cómo la lluvia empieza a caer. No deja de ver el camino, pero deja de pensar. La música, las calles, las casas. Todo había vuelto a la normalidad.

Suele ver todo el camino, la música abarca toda su mente, pero se pierde en su propio mundo. Después de 10 minutos se encuentra. Está cerca. Le pide al chófer que se detenga en una esquina. Baja de un salto. Y vuelve a sentir la fresca brisa del día, siente la delgada capa de lluvia que cae sobre ella. Las finas gotas que se deslizan entre sus largos y delgados cabellos.

Camina por debajo de los árboles verdes y frondosos. Donde caen gotas gordas desde las hojas de las ramas.

El paisaje lluvioso la obliga a recordarse y preguntarse, una vez más, por qué sigue con vida.

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