Capítulo 5: La Traición de Judas

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La noche se había vuelto aún más oscura para Jesús y sus discípulos en el monte de los Olivos. El aire estaba cargado de una tensión palpable, y las estrellas parecían brillar con una intensidad inusual.

Jesús se apartó un poco del grupo para orar, llevándose consigo a Pedro, Santiago y Juan. Les pidió que velaran y oraran para no caer en tentación. María, aunque no estaba junto a ellos, sentía en su corazón la angustia y la determinación de Jesús. Sabía que el tiempo se estaba agotando y que cada momento contaba.

Mientras Jesús oraba, sudando gotas de sangre por la intensidad de su oración, los discípulos, agotados por la tristeza, se quedaron dormidos. Jesús regresó y los encontró durmiendo, y con una voz llena de compasión, les dijo: "¿No habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad para que no entréis en tentación. El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil."

María observaba desde la distancia, su corazón lleno de amor y preocupación por Jesús. Sabía que su amado Maestro estaba llevando una carga inmensa y deseaba poder aliviar su dolor de alguna manera. En su interior, una esperanza persistente la mantenía firme. Soñaba con un milagro, un giro inesperado del destino. En sus momentos más íntimos, María imaginaba a Jesús siendo perdonado por Pilato, librado de su destino, y volviendo a caminar entre ellos, vivo y lleno de vida.

De repente, un grupo de soldados apareció en la oscuridad, guiados por Judas Iscariote. La traición estaba en marcha. Judas, uno de los doce discípulos, se acercó a Jesús y le dio un beso en la mejilla, la señal convenida para identificar a Jesús a los soldados. "¿Con un beso traicionas al Hijo del Hombre?" preguntó Jesús con tristeza en su voz.

El corazón de María se rompió al ver la traición de Judas. No podía comprender cómo alguien tan cercano a Jesús podía entregarlo a sus enemigos. Pero sabía que todo esto era parte del plan divino, aunque fuera difícil de aceptar.

Los soldados arrestaron a Jesús y lo llevaron ante el sumo sacerdote. Los discípulos, llenos de miedo, se dispersaron. Pedro, sin embargo, siguió a Jesús desde lejos, queriendo saber qué le ocurriría a su Maestro.

María, con lágrimas en los ojos, siguió a la multitud a una distancia segura. Sabía que su lugar estaba cerca de Jesús, aunque solo pudiera observar. Su amor y devoción la mantenían fuerte, aunque su corazón estuviera lleno de dolor y su mente, de incertidumbre. Esa noche, María soñó con Jesús vivo, abrazándola, diciéndole que todo había sido una prueba y que ahora estarían juntos para siempre.

En el patio del sumo sacerdote, Pedro se calentaba junto a un fuego cuando una sirvienta lo reconoció. "Tú también estabas con Jesús de Nazaret," dijo. Pedro, temeroso por su vida, negó conocer a Jesús. "No sé de qué hablas," respondió, alejándose de la sirvienta.

Tres veces, Pedro fue confrontado y tres veces negó conocer a Jesús, tal como Jesús había predicho durante la última cena. Al escuchar el canto del gallo, Pedro recordó las palabras de Jesús y, lleno de remordimiento, salió y lloró amargamente.

María, observando desde la oscuridad, sintió la traición de Judas y la negación de Pedro como si fueran puñaladas en su propio corazón. Pero también sabía que, a pesar de todo, el amor y el perdón de Jesús eran más fuertes que cualquier traición o negación.

La noche avanzaba, y el juicio de Jesús estaba en marcha. María, con su fe inquebrantable y su esperanza secreta de un milagro, se mantuvo cerca, sabiendo que su amor y devoción serían una fuente de consuelo y fortaleza para Jesús en su hora más oscura. En su corazón, la imagen de Jesús resucitado y juntos como una familia normal la llenaba de una luz que se negaba a extinguir.

María y Jesús se amanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora