Capítulo 1

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Con el último trago de aquel líquido aguado color tostado, Hale aplastó el vaso de cartón y lo lanzó a la papelera. Se había acostumbrado al repugnante sabor que impregnaba su paladar con tal de no invertir unos dólares en una cafetera nueva. Ya estaba allí cuando alquiló el despacho, perteneciente al desaparecido inquilino anterior al que se le había expedido una requisitoria después de largarse con una deuda acumulada de meses a las espaldas. Y, según se rumoreaba entre los inquilinos del edificio, por su relación con viejas glorias del crimen organizado.

La máquina de café era un regalo de bienvenida. Al primer sorbo comprendió que se había anticipado en su veredicto. Sin embargo, no había sustituido aquella antigualla que le revolvía el estómago, ni pensaba hacerlo.

Se inclinó en la silla para servirse otra tanda. Soltó un gruñido. El vaso de cristal estaba completamente vacío.

La mañana no podía ir peor. Retazos del pasado le habían aderezado la noche con sueños erráticos y oscuros que le habían dejado un martilleante dolor de cabeza que todavía no había logrado apaciguar.

Apoyó el codo en la mesa y se presionó la sien derecha. Era el día perfecto para mandarlo todo a la mierda, como se había propuesto en más de una ocasión, y no desperdiciar lo que le quedaba de vida con unos clientes cuyos traseros apenas rozaban la silla de enfrente.

Pero lo que calcinaba su ánimo no era, en particular, la escasez de demanda de sus servicios. Rabioso, golpeó la mesa y torció la cabeza hacia el ventanal. Los malintencionados haces de un sol que aspiraba cegarle intensificaron los pinchazos en la frente. La conversación con el que había sido su jefe en la comisaría aún naufragaba en sus memorias.

—Maldito capullo —murmuró.

El día anterior el viejo aparato que el resto del mundo había cambiado por uno de esos móviles inteligentes de tamaño minúsculo había repiqueteado antes de dar por finalizado otro día improductivo. El gramo de esperanza que había sentido con la idea de un nuevo caso en el que distraerse se vino abajo cuando la ronca voz de Fitzroy, al que todos llamaban Fitz, asoló el auricular.

—¡Menudo estás hecho! —exclamó Fitz—. No hay quien te pille unos segundos. ¿Tan liado estás que no le coges el teléfono a un amigo?

—Eso no te incumbe.

—Nunca me hago el cuerpo a esas contestaciones cortantes tuyas, ¡y mira que debería estar más que habituado! Cómo te las gastas, joder. He estado telefoneando a tu casa toda la semana, ¿es que ahora vives en ese cutre despacho infestado de carcoma?

También él se había percatado de que, desde hacía unas semanas, como mínimo, pasaba más tiempo encerrado entre aquellas cuatro paredes que en ningún otro sitio. Y no era el único; recientemente había pillado husmeando a las tres viejas cotillas del edificio que compartían piso. No tenía claro si eran hermanas, amigas o miembros de una secta. Sus ojos seguían sus idas y venidas, las oía cuchichear a través de la puerta, pegadas a la mirilla, y lo observaban sin reparo cuando volvía cargado con una bolsa del restaurante hindú de la esquina y se recluía en el despacho hasta el día siguiente. No tardaron en preguntarle si es que se había trasladado definitivamente allí o le habían desahuciado. Les cerró la puerta en las narices.

—He estado ocupado.

—Bien, me alegra escuchar eso, te viene genial tener la mente centrada en algo. ¿Cómo vas con ese tema...?

El tonillo chismoso a la par que serio de la pregunta le dio a entender a lo que Fitz hacía alusión.

—Ni olerlo.

—Sigues el buen camino, Hale.

—Y tú me lo vas a joder ahora mismo, ¿verdad?

—Solo un poco.

Y del engaño despertarásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora