La máquina de escribir

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     El auto de Will Graham se estacionó justo afuera del edificio de la Oficina Federal de Investigaciones en Washington. La puerta se cerró sin demasiado cuidado, no era como que el agente estuviera entusiasmado por este nuevo caso.

     Los pasos de Will hacían eco a través de los pasillos, siendo —además del sonido de dedos tecleando rápidamente y sin descanso— lo único que perturbaba el absoluto silencio de las oficinas, demasiado calladas para un día normal. Will suspiraba para sí mismo, con las manos en los bolsillos. "Brillante idea ayudar a Jack", murmuró para sí. "Como si no extrañases ser agente de campo"  le respondió una vocecilla en su cabeza. Will negó con la cabeza, intentando no pensar en ello. Las últimas veces que había sido uno había estado a nada de morir, y había perdido a...

...No. No se iba a permitir pensar en eso. Debía separar su trabajo de su vida personal, esa era una regla básica en el bureau. Pero,  ¿cómo apartas la vida personal de tu trabajo, cuando uno de ellos destroza por completo al otro?

     Will llegó a la que una vez habría sido su oficina, antes de lo ocurrido con Lecter, por allá de los setentas. "¿Veinte años? No... No puede haber pasado tanto tiempo."  Pero había pasado. Los años dorados de Will habían pasado ya, y los veía tan lejos como añoraba tenerlos cerca. Sus ojos recorrieron las paredes que, aunque abandonadas, no habían cambiado casi nada. A excepción del polvo, algunas telarañas y viejas sábanas que alguien habría puesto ahí para proteger los muebles del polvo.

     Él quitó parte de la sábana que cubría su viejo "escritorio", lo que más bien vendría a ser una mesa simple. A Will le habían dado, en sus primeros años, una sala de interrogación en desuso por oficina, y lo cierto era que a él le había resultado bastante agradable. Sus dedos recorrieron suavemente la fría superficie de metal, mientras él veía un borroso reflejo de sí mismo en ella.

Pero algo en él se preguntaba si realmente todo estaba como él lo había dejado. Sus ojos azules se movieron hasta la pared de enfrente, lejos de la puerta. ¿Podría ser...?

     Will tomó lentos pasos para acercarse, y puso sus manos en la sucia tela, cerrando sus ojos y quitándola de una vez, revelando su vieja pizarra de corcho. Aún tenía algunos pines y los restos de hilos rojos, casi como si hubiera sido ayer... Will no pudo evitar suspirar, antes de percatarse de que no estaba solo.

— Veo que llegaste.

Una voz familiar lo trajo de vuelta a la realidad, por lo que Will se volteó para encontrarse con el viejo Crawford mirándolo, apoyado en el marco de la puerta.

— Tú me llamaste Jack. No es como que tenga muchas opciones.

— Pudiste quedarte en Florida, y habría encontrado a alguien más. Pero viniste.

— La última vez tampoco me dejaste escoger —Will alzó una ceja—. Insististe bastante.

     Crawford usualmente se mantenía inexpresivo, pero por un breve segundo, Will creyó ver lo que parecía una sutil sonrisa formarse en los inmóviles labios de Jack.

— No me doy por vencido fácilmente —Crawford admitió, dando un paso adentro de la sala—. Pero la decisión siempre será tuya Will. Y nunca te quedas de brazos cruzados. No cuando hay vidas en riesgo.

     Will no respondió esta vez. No lo hizo porque sabía que Crawford tenía razón. No le daba miedo enfrentarse a la escoria que perseguían, no le daba miedo morir haciendo su trabajo, no. Pero se sentiría un cobarde si no hiciera nada al respecto, sabiendo que podía salvar vidas. A niños como su propio hijo. No tenía forma de negarlo, por lo que se encogió de hombros, antes de quitarse el abrigo.

Una taza de caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora