Hagamos un trato

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Hagamos un trato

Ese era un mundo antiguo y mágico, donde los hechiceros estaban en lo alto de las jerarquías, y nadie osaba meterse con ellos. Algunos justos, algunos no tanto. Severus Snape era de los primeros. Un hombre de mediana edad, poseedor de grandes extensiones de tierras, negocios prósperos y reconocido por ser muy reservado y poderoso. La gente procuraba mantenerse a distancia a pesar de que Severus Snape jamás había usado su magia para atacar a nadie, pero los no magos tenían sus propias experiencias sobre la poca paciencia de los hechiceros y preferían no arriesgarse, haciendo siempre del miedo su mayor motivo. No faltaba quien tuviera a sus tíos convertidos en sapos u orejas tan largas que tenían que atárselas sobre la cabeza.

Severus vivía en una de sus fincas, a las afueras del bullicio de los carruajes de la ciudad. Era una casona antigua, de tres plantas, hecha de roca y múltiples chimeneas que los magos usaban como medio de transporte. Aunque en esa casa, pocas veces eran utilizadas.

A pesar de la imponencia de la mansión. Severus Snape solo contaba con un sirviente, gracias a la magia no necesitaba de mucho más. Un mayordomo llamado Remus Lupin, que con el paso de los años había surgido entre ellos una auténtica amistad. Remus cuidaba siempre de Severus, y Severus confiaba en él como en nadie.

Vivían solos, Severus únicamente mantenía contacto con las personas con las que debía hacer negocios, y por lo general, no eran magos. No toleraba verlos usando la magia para salirse con la suya de manera arrogante y prepotente, fomentando la fama de que la magia era peligrosa. Eso solo conseguía que les temieran y detestaran por igual.

Por ello, a pesar de que Severus valoraba el poder que tenía, no estaba muy convencido que ser un hechicero lo hiciera feliz. Las personas le huían, le miraban con miedo o recelo, y aunque eso fuese muy útil, no dejaba de sentir un sabor amargo en la boca al ver que no tenía a nadie en el mundo que se animara a querer estar con él sin temor. La única persona en la que no veía ese brillo de miedo, era Remus, por eso le mantenía cerca de él.

"Quizá debería buscar una doncella y casarse" Le sugirió Remus en alguna ocasión, a pesar de que ambos sabían que esa propuesta no sería la respuesta a sus problemas. Severus jamás podría encontrar el amor en ninguna mujer. Sin embargo, era su única esperanza para lograr formar una familia, de perpetuar su abolengo y su magia.

Prometió pensarlo, pero ni para eso tenía ánimo. Prefería quedarse encerrado en su biblioteca, tratando asuntos de negocios o leyendo. A veces tenía que salir a algún viaje por cuestiones de trabajo, pero jamás lo hacía por placer.

Una noche de tormenta, Remus escuchó que la puerta era golpeada casi salvajemente. Ya se había ido a la cama desde hacía rato, así que tomó su abrigo para cubrir su camisón de dormir y fue rápidamente a atender, antes de que aquel escándalo que, podía escucharse incluso sobre el ruido de los truenos y la lluvia, despertara a su patrón.

— ¡Voy! —gritó entre dientes, empezando a ponerse malhumorado—. ¿Por qué tocan de esa manera?

— ¡Por favor! —dijo una voz desconocida que suplicaba del otro lado de la amplia puerta—. ¡Ayúdeme, se lo suplico!

Al abrir la puerta, Remus se sorprendió al encontrarse a un jovencito empapado por la lluvia, con el rostro lleno de lodo y sus ropas hechas jirones.

— ¡Santo cielo! ¿Qué te pasó? —preguntó alarmado.

El chico no respondió de inmediato, entró despavorido a la casa, apresurando a Remus a cerrar la puerta. Sin embargo, antes de que eso pasara, Remus logró ver algunas antorchas en manos de hombres que se apresuraban hacia la casa.

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