Me doy cuenta de quién es ella, la chica a la que trata de ocultar. La chica que me ve los labios como si quisiera devorarme.
-Nunca he conocido a nadie como tú -dice muy queda, para no romper el silencio que hemos creado en nuestra pequeña burbuja. Ni siquiera oigo el paso del agua. Si viniera un tren y yo estuviera atada a las vías, no oiría el silbato. Sería una mujer muerta con toda seguridad. Pero, ¡Dios!, qué manera de irme: en sus brazos, con sus caderas a unos centímetros de mí.
Estamos a punto, como todas las otras veces, pero cada una de esas veces ella ha retrocedido. Y si yo avanzara, podría perder. Podría estrellarme. O podría quedarme aquí para siempre, sumergiéndome en su mirada.
¿Es ella quien se mueve o soy yo? No lo sé. Creo que somos las dos. Un punto de quiebre sincronizado, ella y yo somos un solo corazón en este momento: una sola respiración, un solo pulso.
Su verdad latiendo en mi pecho como un tambor mientras nos besamos y nos besamos y nos besamos. Te quiero. Te quiero. Te amo.
Pelearía con todo el maldito mundo por ella. Sé que tal vez tenga que hacerlo, y estoy lista. Vale la pena. Dios, vaya que sí.
Eso es lo malo de enamorarse. Estás en las nubes y de repente te puedes caer.
Mamá me decía que a mí me gustaba construir muros de ladrillo a mi alrededor, y lo detesto, pero tenía razón. Tengo que derribar algunos de los ladrillos. No todos, sino los suficientes para crear algunos espacios o algo.
Saca un porro perfectamente bien enrollado, lo enciende y no me ofrece. Qué grosero. Una parte de mí lo quiere. Quiere irse flotando. Suavizar el horrible borde de mi corazón, que Sonya afiló hasta dejarlo como navaja. Sangro con cada respiración, mi debilidad por ella me está apuñalando.
Ahí está: la verdad. Ya no voy a huir de ella. Vive en mí, y puedo tratar de sofocarla o de cultivarla.
-¡No! -lo tranquilizo-. Eres fantástico, Alex, sólo que yo... soy un maldito desastre -las lágrimas me surcan el rostro y él hace un ruido preocupado; hurga en sus bolsillos y saca de ahí una servilleta arrugada. Me la da.
-Ay, Coley -dice-, todos somos unos malditos desastres.
-Me siento como si nunca fuera a ser normal -le confieso.
-¿Y por qué querrías serlo?
-Dios, sólo un hombre puede decir eso -le respondo.
-Quizá -dice-, quizá tengo razón. Es mejor simplemente ser tú misma.
Ella no sólo se ha ido físicamente. Esa es la cosa. Sonya se fue de mi vida tal como yo me fui de su corazón.
-¿Sabías que llevaba puesto tu valiosísimo collar cuando murió? -le pregunto, y abre más los ojos; las palabras lo golpean tal como quería-. No estabas cuidándola -digo, y ya que empecé es como si no pudiera parar; las palabras salen casi tan apresuradamente como los sentimientos-. No estuviste ahí para ella. Ni en los momentos buenos, ni en los momentos malos. Yo sí, yo estuve ahí. Todos los días. No tienes idea de cómo era.
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