1. El final

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Julia

Un día gris de enero del 2021

Existe un dolor muy particular que solo aquellos que decimos adiós mientras aún amamos podemos sentir. Lacerante, incisivo, opresor. Es un dolor que encoje los pulmones y se encaja filoso en el fondo de la garganta. Nos la quiebra, reflejando los añicos en los que se nos ha roto el corazón. Ese mismo que con cada pequeño trocito sigue amando. Es un dolor alud, del que no puedes huir. Te atrapa por sorpresa y, por más que corres, por más que tratas de mantenerte lejos de la nieve que todo lo cubre, no puedes escapar. Quedas atrapada en esa amalgama blanca que se vuelve oscura, fría y que te aísla.

Te encierras en la negación, porque no soportas la idea de la despedida. Te sumerges en la ira, porque el amor a veces puede saber a odio. Te alzas en la negociación cuando te das cuenta de lo que te cuesta soltar ese lazo. Luego viene la depresión, que te arrastra silenciosa hacia sus adentros. Para acabar con la aceptación.

La aceptación de que debía quitarme la alianza. Aquel sencillo anillo fino y plateado con el que habíamos sellado tantas promesas, tantos juramentos, tantos te quiero. Aquel anillo que ahora me pesaba tanto en la mano. Debía haberme deshecho de él la noche anterior. Quizá antes. Y, sin embargo, ahí seguía, adherido a mi piel, a mi ser.

Una sonrisa amarga cruzó mi rostro. Aquella pequeña pieza que nos había costado tanto y que debía quitarme. Lo había atrasado hasta el último momento, pero ya debía hacerlo. El taxi estaba de camino, no le quedarían más de un par de minutos.

Acaricié la suave superficie, arañada por el uso diario y el paso de los años. Cada una de las pequeñas marcas ahí grabadas por el azar era un instante capturado del amor que habíamos vivido.

Comencé a deslizarlo por mi dedo. Mis latidos se aceleraron y mi respiración lo hizo a su vez. La garganta se me cerró, los ojos se me inundaron de lágrimas y la primera cayó sobre la superficie oscura de la mesa cuando logré retirar el metal de mi piel.

Me sentí desnuda. Y triste. Sostuve el pequeño círculo entre las manos y me lo acerqué al pecho. Quise que el amor que encerraban los pedazos de mi corazón se vertiese en ese emblema de lo que un día fuimos y quisimos ser.

Seguía sin entender cómo habíamos podido terminar así. ¿En qué momento nos desviamos hasta este final? ¿Por qué el amor se había vuelto algo tan difícil cuando nació de una forma tan sencilla, tan simple?

Un sollozo me hizo temblar de pies a cabeza, un lamento que nacía de lo más profundo de mi ser. Cerré los ojos con fuerza y traté de sostenerme en aquella solitaria y grande casa que nunca había sido hogar. No, aquella casa nunca lo fue.

Esa no.

Logré serenarme en pocos minutos. Era triste ver lo rápido que había aprendido a recomponer la fachada de sonrisas comedidas para no incomodar al resto, para no mostrar lo infeliz que había llegado a ser. Que habíamos llegado a ser. Porque aquello nos había pasado a ambos.

Mantuve las manos cerradas al levantarme de la silla y caminar hasta la mesa de centro. La carta de despedida descansaba justo en medio, como si fuese alguna especie de sacrificio que presentar ante un dios del desamor. Y junto a ella dejé la alianza y todo el afecto del que me pude desprender, que fue poco, porque yo le quería demasiado. Seguía enamorada de él, no podía negarlo, pero me había hecho demasiado daño.

Contemplé el anillo una última vez. La luna que un día él me había regalado se quedaba huérfana. Porque con el amor no bastaba. Ni siquiera con uno tan grande como el nuestro.

Giré sobre mis talones y atravesé la estancia hacia la entrada. Junto a la puerta me esperaba la maleta y el abrigo. Cogí los dos y, sin mirar ni medio segundo en dirección a la mesa, abrí la puerta y me marché. Sentí la misma calma que cuando una abandona un mausoleo, y es que en aquello se habían transformado aquellas paredes.

Apoyé la espalda sobre la superficie de madera y tomé una bocanada de aire para evitar el llanto.

Ya estaba.

Aquello era el final.

Todos mis noviembresWhere stories live. Discover now