Día uno: confesión

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(La imagen no tiene nada que ver, pero es linda).


Vox pensaba declarar sus sentimientos a Alastor, siendo especialmente literal.

Ya lo había intentado incontables veces.

Como la vez que le regaló un televisor con un mensaje en su pantalla.

Lastimosamente el demonio de la radio era conocido por su desagrado hacia las actualizaciones, así que el televisor terminó estampado en la pared de Vox antes de que siquiera leyera el mensaje.

O, bien, como cuando le regaló un ramo de flores... azules... y artificiales.

Bien, por lo menos esa vez tomó el ramo entre sus manos.

Hasta que notó que no tenían aroma...

También había intentado con cosas dulces, pero Alastor no era muy fanático.

De hecho, detestaba los dulces...

Bien.

Bien...

¡Pero esta vez no iba a fallar!

Le había pedido ayuda a Velvette y, (después de un sermón donde se explicaba detalladamente como ella rechazaría a alguien si le regalara algo de mal gusto), aprendió que debía regalar a Alastor algo que realmente le gustara. El chiste era, ¿qué le gusta a Alastor?

La tecnología no era una opción, debería haber caído en cuenta. Pero, si no algo así, ¿qué debía regalarle?

En su "relación", (por decirle de alguna forma), con Valentino nunca había tenido que declarar nada, sólo se basaba en... bueno, coger, así que no tenía ningún tipo de experiencia con esas cosas.

Al final, allí estaba: frente a una tienda de artículos antiguos, luego de otro sermón de una enfurecida Velvette preguntándose cómo demonios Alastor no lo había sacado de su muerte, y luego de un apagón temporal en Ciudad Pentagrama.

Se armó de valor y golpeó lo más suavemente que pudo la puerta de esa ramera, como solía llamarle.

O, para el resto del infierno; la Overlord Rosie.

—¡Bienvenido a mí tienda!, ¿en qué puedo ayudarte?

Vox la miró con desagrado y simplemente fue al grano:

—Quiero que me ayudes a declararme a Alastor.

—Buenos días para tí también, querido... —Rosie se abstuvo de comentar algo más acerca de su falta de modales y prosiguió con una sonrisa— En seguida. Sólo dame unos segundos...

Como por arte de magia, las puertas de la tienda se cerraron y el habitual bullicio de guerra se dejó de oir. La mujer desapareció, y reapareció minutos después, con una bandeja en las manos.

—Ten.

Le extendió un café a Vox.

—No quiero.

—Insisto. Tiene cinco terrones de azúcar...

Nadie más que su asistente sabía cuánta era la cantidad exacta de azúcar en su café.

—¡¿Cómo demonios sabes cuanta azúcar lleva mi café?! ¡Acosadora...!

Rosie rió entre dientes y se sentó.

—Tranquilo. Alastor me lo ha dicho una vez, cuando me vino a visitar...

La pantalla de Vox parpadeó con incredulidad.

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