#extra.

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Ormund apenas entendía el mundo a su alrededor. Vivir en la Fortaleza Roja era un entorno majestuoso y a la vez intimidante para un niño pequeño. Las altas torres, los vastos pasillos de piedra y los jardines llenos de flores exóticas eran su patio de juegos. Pero lo que más marcaba su corta vida era el silencio de su padre y la mirada triste de su madre.

Se podían contar con los dedos de una sola mano las veces que veía en un solo día a su padre y, aun así, no podrías ocupar todos los dedos. La Alfa aparecía para la comida de la tarde, pero solo permanecía en silencio, sin mirar a su madre o a él, y una vez terminada la hora de comer se marchaba, dejando atrás a su madre, quien la veía con ojos anhelantes.

Muchas veces se llegó a preguntar por qué la Alfa era así con ellos, pero cada vez que tomaba el valor de preguntarle a su madre, esta comenzaba a soltar sus feromonas tristes y desconsoladas. Ormund no comprendía por qué su padre lo miraba de esa manera, por qué sus ojos se volvían duros y su boca se torcía en una línea cuando él estaba cerca. A veces, intentaba acercarse a ella, llevarle una flor o mostrarle un dibujo que había hecho, pero siempre era recibido con indiferencia y silencio.

Rhaenyra nunca le decía nada, no preguntaba cómo habían ido sus lecciones o qué cosas nuevas había aprendido y eso le dolía. Recuerda una vez, cuando tenía cuatro años, haber corrido emocionado hacia su padre con un dibujo en la mano. Había pasado toda la mañana trabajando en él, dibujando un dragón enorme con alas extendidas sobre un castillo. Estaba orgulloso de su trabajo y quería compartirlo con ella.

—¡Mira! ¡Mira lo que hice! —dijo emocionado por mostrárselo, sosteniendo el papel frente a ella.

Rhaenyra apenas levantó la vista de sus papeles. Echó un vistazo rápido al dibujo y asintió sin interés.

—Muy bien, Ormund —dijo secamente, antes de volver a sumergirse en su trabajo.

El corazón de Ormund se hundió. Se quedó allí, con el dibujo aún en la mano, sintiendo que su pequeño mundo se desmoronaba un poco más. No entendía por qué no podía mostrarle el mismo cariño que mostraba a sus tíos o a su pequeño hermano Aerys. Ellos siempre recibían sonrisas, abrazos y palabras de aliento, mientras que él solo recibía miradas frías y palabras vacías.

Su madre, Alicent, era la única que no lo trataba cruelmente. Recuerda cómo ella lo abrazaba fuerte cada noche, susurrándole cuentos sobre caballeros y dragones hasta que se quedaba dormido. La calidez de sus abrazos y la dulzura de su voz eran lo que más apreciaba. Durante el día, ella lo llevaba a pasear por los jardines después de sus lecciones, enseñándole el nombre de cada flor y contándole historias sobre su familia, la Casa Hightower.

Su madre nunca le hablaba de la historia de los Targaryen, como si fuera un tabú.

La Omega siempre intentaba consolarlo cuando era testigo de estas escenas, aunque Ormund creía que en realidad quería consolarse a sí misma.

—Tu dibujo es maravilloso, Ormund —le dijo, acariciando su cabello castaño ondulado—. Eres muy talentoso y estoy muy orgullosa de ti.

Ormund había sonreído ante las palabras de la Omega, pero aún así sentía cómo su pecho se apretujaba ante el recuerdo de la mirada fría de su padre. Y aunque aún era un niño, tuvo la ligera sospecha de que la Alfa no lo quería.

(...)

La brecha entre Ormund y sus tíos también se hacía más evidente a medida que iban creciendo. Un día, Aegon y Aemond se preparaban para ir a Dragonpit a ver a sus dragones. Ormund los observaba con una mezcla de admiración y envidia. Se acercó tímidamente a ellos mientras se abrochaban sus capas.

BLACK SORROW» RHAENICENT Donde viven las historias. Descúbrelo ahora