CAPÍTULO 40. GRACE

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—Un maldito momento. —se detiene a mitad del pasillo y me aparta para que lo mire—. ¿Eso quiere decir que el sexo se terminó? Porque nena, creí que el punto del matrimonio era el sexo.

—Y el amor. —agrego.

—Si, también el amor... Pero volvamos al punto del sexo.

Sé que está jugando, me da risa su comentario y uso una de mis manos para acariciar los suaves rizos cobrizos que espero herede mi bebé.

—Claro que habrá sexo, Daniel. —susurro, sin olvidar que seguimos en la clínica de especialidades—. No olvido que estamos en nuestra luna de miel y que deberíamos estar disfrutando de esta nueva etapa.

Me atrae de nuevo contra su pecho y retoma sus pasos, llevándonos ahora al siguiente piso donde se encuentra la ginecóloga, Ramos y Keren siguiéndonos a varios metros de distancia.

—¿No estás disfrutando? —sus cejas se arquean—. Porque soy un maldito experto aquí y que digas que no, me ofende.

Vuelvo a reír más fuerte porque apenas puedo creer esto: discutiendo sobre sexo en el pasillo de la clínica con mi esposo, mientras nos dirigimos al ginecólogo para que confirme el embarazo.

—Lo siento tanto, amor —acaricio de nuevo su cabello—. Disfruto enormemente el sexo contigo, eres el mejor.

Esta vez las cejas caen un poco y me mira con el ceño fruncido.

—Bien, eres el único y eres espectacular. ¿Feliz? —señalo el pasillo para que continúe caminando.

Y lo hace, con un aire de confianza que atrae la mirada de todas las mujeres que nos observan. Seguramente se preguntan por qué un chico tan atractivo como él lleva a una chica como yo.

—Te amo, Daniel. Gracias por todo lo que me has dado. —sollozo, pegada a su cuello.

Lo escucho presionar los botones del ascensor, luego ambos entramos ahí apretujados con Ramos, Keren y mi silla. Ellos fingen no darse cuenta de lo que ocurre con nosotros.

—¿Esto es por las hormonas? ¿Te ponen sensible, muñequita?

Se ríe, pero deja de hacerlo cuando Keren golpea su brazo con un movimiento rápido que no va a lastimarlo realmente.

—¡Daniel! —chilla con su voz aguda—. ¿Cómo puedes decirle eso? No seas grosero.

Joel los mira a ambos igual de confundido que yo, solo observándolos discutir como siempre.

—¿Qué? ¿Ahora no puedo hablar de hormonas? ¿O preguntarle si está bien?

Yo palmeo su brazo.

—Puedes dejarme en mi silla, Daniel. Estoy bien, puedo quedarme ahí mientras me llevas.

Pero por supuesto, él me ignora porque pelear con Keren parece ser lo más entretenido del mundo.

—Si, un momento, muñequita. Estoy enseñando a la señora Ramos a no pelear con su nuevo jefe.

No sé qué me causa más risa, si las palabras de mi chico o el gesto de mi querida Keren. Puedo decir que ella también luce divertida, aunque se niegue a aceptarlo.

—¿jefe? —se queja—. ¿Ahora debo llamarte señor Stevens?

—Ese soy yo. —mi esposo le guiña un ojo.

La señora Ramos sonríe porque en eso tiene razón, ahora que es mi esposo se convierte en el hombre de la casa. Dejaré que ellos lidien con eso y se acostumbren.

El ascensor abre de nuevo, está vez en el penúltimo piso de la clínica donde el área de obstetricia se encuentra. Aquí no está la doctora Park, y no puedo esperar más para comprobarlo, así que tendrá que ser el médico en consulta.

Daniel se sienta de nuevo en una de las sillas, poniéndome en su regazo mientras Keren de dirige al mostrador y solicita la atención. En cuestión de segundos, una enfermera sale a buscarnos.

—Estoy nerviosa —digo, aferrada a su camiseta con las manos temblorosas—. ¿Y si fue un error?

Él me levanta en brazos sin darme tiempo a dudar, llevándonos solo a nosotros al consultorio. Deja que la enfermera nos guíe y nos sentamos de nuevo en otra silla.

—Nena, confía en el doctor y en las pruebas que hizo. Esa mierda de ahí no se puede fingir. —un carraspeo fuerte atrae nuestra atención a un hombre mayor con cejas gruesas—. Lo siento, doc. Es una forma de hablar.

El doctor debe preguntarse por qué una mujer adulta se sienta en el regazo de su esposo y no en su propia silla. Daniel continúa hablando sin prestar atención a lo que ocurre.

—El otro doctor dijo que mi esposa podría estar embarazada, así que vinimos aquí. —gira la cabeza mirando el consultorio—. ¿Tiene una de esas máquinas para ver a los bebés?

El doctor cascarrabias continúa con el ceño fruncido.

—Si, jovencito.

—Señor Stevens —lo corrige—. Y Grace Stevens.

El hombre gruñe algo que no alcanzo a entender, pero señala una extraña silla en el otro lado de la habitación y luego se levanta.

—Ven aquí, chico. Pon a tu esposa ahí mientras enciendo el aparato.

De nuevo estoy nerviosa.

Me aferro a sus manos cuando me deja sobre el colchón frío, entrelazando nuestros dedos para que no se aparte. El médico señala un aparato que parece una computadora vieja.

—¿Cuánto tiempo crees que tienes?

Rayos. De la emoción, no calculé las semanas ni revisé mi calendario. Un día tenía todo bajo control, al siguiente Daniel desaparece y luego estamos casándonos.

—No lo sé.

—Bueno, veamos.

Levanta mi blusa y me muestra el gel, lo desliza sobre mi vientre con cuidado, pero está demasiado frío.

Lo estoy haciendo, mi primera ecografía. Mi primera consulta ginecológica real, teniendo a Daniel a mi lado como anhelaba que fuera. Lucho por contener las lágrimas de felicidad y el nudo en mi garganta.

—¿Qué se supone que es eso? —Daniel parpadea rápidamente mirando la pantalla.

—Eso, señor Stevens —gruñe, pero hay algo de diversión en su voz—. Es el vientre de su esposa, y eso de ahí, su útero.

Niego, pidiéndole que omita los comentarios halagadores hacia mi aparato reproductor para otro momento. Preferiblemente uno donde no haya extraños escuchando.

—Lo que estamos buscando es eso, si... —sigue, ignorando nuestra conversación silenciosa—. Eso que se ve ahí como un saquito es un bebé.

Miro la pantalla en blanco y negro esperando ver algo más que distintas tonalidades de gris y negro. Algunas sombras allí llamando mi atención.

—Diría que está cerca de las cuatro semanas de embarazo, tal vez algunos días de diferencia. —mueve el aparato y lo presiona con más fuerza—. Parece ser que tenemos otro saquito ahí, un segundo bebé.

¿Qué?

Mi primera reacción es mirar a Daniel, que mira la pantalla con los ojos muy abiertos.

Mierda...

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