Prólogo

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Antes de morir mi hermana mencionó dos cosas:

No confíes en ninguna persona y tampoco le des parte de tu vida a alguien. Nadie lo merece...

Lo mencionó con voz rasposa y firme en su lecho de muerte, sosteniendome la mano con temor a irse, a desaparecer ante la única persona que en verdad la valoraba. En ese momento le di a entender que acataba su recomendación para tranquilizarla y bese su frente, algo que debió hacer el amor de su vida, sin embargo, este la había traicionado y probablemente estaba riendo con sus amigos en algún lugar, ignorando el hecho de que la mujer que se sacrificó por él daba su último respiro en una sala de hospital a las 10pm.

Eso ocurrió un 12 de noviembre, y ahora, luego de un año y siete meses, estaba yo observando como las consecuencias de no haber cumplido mi promesa estaban vaciadas en un inodoro. La gotas de sangre aún se derramaban por mis piernas formando largos hilos. Me encontraba estática viendo el pequeño huevecillo en el fondo de la taza. Tan pequeño y semiformado, que se notaba de cualquier forma que era de todo, menos un simple coágulo.

La presión en mi pecho pisó mis pulmones de una forma desgarradora y respirar se hizo tan difícil que me deje caer contra la pared, tratando de tomar profundas bocanadas de aire, tratando de asimilar lo que estaba ocurriendo. ¿Desde cuando estaba embarazada? El maldito dolor que sentía desde hace dos días en el vientre ¿Se debía a esto? Solté uma arcada por las nauseas, el sudor frío se deslizaba por mi frente.

Con dificultad me levanté, mire de nuevo allí y lo único que me atreví a hacer fue bajar la tapa del inodoro. No quería verlo más, pero tampoco era lo suficiente valiente para tirar de la cadena.

Si todo hubiera seguido su curso normal hubiera sido una madre de diecinueve años. Demasiado joven, mediocre, insulsa y pobre. Tal vez lo mejor que pasó fue esto, pero...

¿Por qué me dolía tanto? ¿Por qué de repente lo concebía como la única cosa que de verdad pudo llegar a pertenecerme?

Me limpie los rastros de sangre y me acosté, temblaba freneticamente bajo las sabanas por el extraño frío que había tomado mi cuerpo. En algún momento quedé profundamente dormida.

No sabía cuanto tiempo había transcurrido, pero me sentía húmeda y aquello me despertó. Al levantar las sabanas un vacío se instaló en mi estómago cuando vi una gran mancha de sangre en mi pantalón, se filtraba hasta llegar al colchón. Era más que la sangre normal de un período.

Si seguía así tal vez moriría desangrada, y considerando que tuve un aborto, era muy posible. A duras penas me levanté, sentía mi cuerpo pesado, sin rastro de fuerza, pero aún así, me volví a cambiar, esta vez con un tampón y tomé el poco dinero que tenía para comprar algún medicamento en la farmacia.

Salí nerviosa de mi pequeña cueva. No quería que nadie supiera de esto, mucho menos que él descubriera donde estaba. Subí la capucha de mi sudadera y camine hacia la tienda de conveniencia, la cual tenía una pequeña farmacia en su interior.

Al llegar después de un rato, me apoyé en la vitrina y la mujer que atendía me miró asustada.

— Niña, ¿necesitas ayuda? —Preguntó casi saliendo de detrás del mostrador pero la detuve. Su apariencia era semejante a la de una abuela preocupada.

—No, no... Solo necesito algo para calmar el sangrado —Dije con rapidez.

—Oh...— Hizo el gesto de recordar algo— Si, mi hija también sufría de eso. El médico le llamaba dismenorrea y le recetaba estas pastillas. Te van a ayudar mucho —Me tendio una tabletas de píldoras blancas. Al leer el nombre supe que eran analgésicos. No era exactamente lo que buscaba.

RetorcidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora