El comienzo del fin

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Ciudad de México, noviembre, 2024.

Estoy sentado en el sillón de la sala. Frente a mí, tengo los enormísimos ventanales con aluminio dorado abiertos de par en par, a través de los cuáles entra una brisa riquísima de invierno que hace volar las cortinas de lino a través de toda la habitación. Hoy sería mi fiesta de cumpleaños.

Es curioso cómo es que las cosas pueden cambiar en tan poco tiempo. Tan sólo hace un año, en esta misma fecha y a esta misma hora, la casa estaba llena de gente y, todos celebrábamos que al fin había llegado mi cumpleaños cuarenta. El catering de Víctor Nava, el pastel de tres leches que me preparó mi superamiga Verónica Chávez, traído por ella misma en una de sus épocas más pesadas del año.

Ahora, solamente me queda este sillón góndola y la triste mesa búmeran de lo que en algún momento formó uno de los interiores más envidiados de todo el país. <<Pinche gobierno>> pienso. Me inclino hacia adelante y tomo el pequeño vaso con el último trago de mi botella de graduación. No tiene sentido guardarla si mi vida no es la misma que era antes. Lo vacío en mi boca y siento el ardor invadirme mientras lo trago, sintiendo ese sabor amargo, amaderado y algo dulzón.

A esta hora hace un año, estaba sentado en este mismo sillón, viendo el enorme pastel en frente de mí. Todo llenísimo de velas y con todos a mi alrededor cantando y aplaudiendo para mí. Fue uno de esos momentos donde no existía ningún problema en mi vida: no existía la crisis, no existía la injusticia, y sobre todo, no existía el socialismo.

— El auto está listo, señor.— Escucho una voz grave hablándome desde, supongo, la cocina. Volteo a ver y me encuentro con Ubaldo, mi chófer de toda la vida.

— Excelente ¿no tuviste ningún problema?

— En la gasolinera unos muchachillos se querían acercar demás, pero...— Ubaldo mueve un poco el saco negro de su uniforme y me deja entrever el mango de su revólver siempre cargado— ... se la pensaron dos veces antes de actuar demás.— Sonrío imaginando esa escena. Ubaldo es un hombre ya entrado en años, tendrá sus sesenta tal vez, fue de las personas de servicio que prácticamente me criaron mientras mis papás estaban de viaje por el mundo. Tiene el pelo entrecano y la piel tostada por el sol, es bajito y bueno, decir que tiene pelo es una exageración, ya que tiene una inminente calvicie que nunca quiso atenderse a pesar de mis ofrecimientos a asistir.

— Por eso eres el mejor— dejo el vaso en la mesa y aprecio por última vez en lo que seguramente serán bastantes años el interior de la casa en la que crecí. El deterioro que el lugar tuvo en un año fue más que terrible, y lo peor es que ni siquiera fue por descuido mío o de mis familiares o gente del servicio; esos terribles carroñeros no conocen la vergüenza. — .Ya vámonos, que si nos quedamos nos volveremos fantasmas viviendo del recuerdo de lo que ya no es.

— Sí, señor.

Ambos caminamos rumbo a la cocina, donde están las escaleras de servicio que bajan directamente al estacionamiento. Recuerdo a mi abuela contarme que cuando la casa fue construida, aproximadamente en los años cuarenta, era rarísimo que alguien de la familia estuviera en este lado específico de la casa, donde los "criados" se desenvolvían. Ahora, irónicamente, estoy aquí escabulléndome como una vil rata, intentando agarrar cualquier posibilidad que me quede para salir de este país lleno de podredumbre y miseria.

Bajamos tres escalones y Ubaldo abre la puerta de la cocina, cediéndome el paso. Ahí dentro veo las dos estufas enormes, los dos fregaderos y el cuarto frío que siempre tuvo más espacio que cualquier set de refrigeradores a la venta. Camino rápidamente intentando hacer el menor ruido posible, lo cual es complicadísimo ya que mis suelas rígidas se escuchan como tacones en el viejo mármol blanco. Me detengo por un instante al escuchar un ruido proveniente de la escalera al estacionamiento. <<¿Llegaron tan rápido? Pensé que había más tiempo...>>. Ubaldo me toma del brazo y volteo a verlo, el solamente hace una seña con su dedo frente a los labios e indica silencio mientras que comienza a caminar por donde llegamos lentamente. Yo lo sigo mientras hago lo imposible por acallar mis pasos.

— Vamos por la entrada principal, ya deben estar en las alas de los criados— me susurra una vez que salimos de la cocina. Ya en el comedor nos damos el lujo de caminar un poco más rápido, pasando por la sala azul y por el larguísimo pasillo recibidor hasta la enorme puerta de caoba. Algo que nos causa curiosidad es la cantidad de luz que está entrando por esos vidrios, como si fuera un amanecer más... el problema es que estamos cerca de la media noche. Al asomar la cara por el vidrio, logrando enfocar, me encuentro con una de las imágenes más perturbadoras que he visto en mi vida.

Justo al otro lado de la calle, la casa de los Rendón, está completamente en llamas, igual que el jardín que antes rebosaba con las más hermosas flores de toda la calle, hortensias y rosas por doquier. Un par de robles más viejos que yo adornaban la entrada para los coches, antes dando sombra y ahora brillando más que el mismo sol. Veo una turba de gente parada afuera de la casa, bailando como si fueran salvajes alrededor de muebles, libros y demás cosas que poseían los Rendón.

— Tenemos que apurarnos— Ubaldo abre la puerta y salimos hacia las escaleras. La casa que construyeron mis bisabuelos está elevada sobre cimientos de piedra de un volcán que estalló aquí en el centro del país hace muchísimos años. En su momento maravillas arquitectónicas para la clase más selecta y, hoy día al igual que el jardín trasero, un triste recuerdo de lo que alguna vez fue. Esta casa, al estar elevada, tiene una vista privilegiada de todo lo que sucede alrededor. Justo al pie de la escalera volteo a la izquierda y veo la casa de los Morán, siendo saqueada y vandalizada, los enormísimos vidrios siendo destrozados y ni hablar de las valiosísimas pinturas que tanto gustaban de enseñar en las reuniones. Sigo a Ubaldo escaleras abajo y veo el Marquís ahí estacionado, con el tanque completamente lleno y los pocos restantes de mi vida en México en la cajuela. Mientras mi chófer se va al lado del piloto yo entro rápidamente al del copiloto, cerrando la puerta y poniendo el seguro inmediatamente.

Ubaldo entra al coche y cierra la puerta con la misma velocidad y temor que lo hice yo. Frente a nosotros tenemos esa enorme cantidad de gente regodeándose de la caída de los ricos y poderosos, como lo dije previamente, salvajes. El auto enciende y, sin encender las luces, comienza a moverse poco a poco rumbo a la cerca de privacidad.

Por mera curiosidad recuerdo los sonidos que escuché en la escalera de servicio y volteo para ver el estacionamiento debajo de la casa. Un escalofrío me empieza a invadir toda la columna cuando, entre la penumbra, empiezo a ver unas cuantas figuras moverse de un lado al otro.

— Ubaldo...— susurro sin dejar de verlos. Mi chófer, mientras tanto, enfocado en la cantidad de gente frente a nosotros, no contesta. Lo escucho accionar el botón del portón que se empieza a abrir con el típico ruido del motor con cadena que, justo en este momento, no aprecio. En cuanto el portón se comienza a mover veo las figuras en las sombras moverse más alborotadas y haciéndose más grandes, significando una sola cosa— ... ¡Acelera!— .Justo cuando lo grito, esas figuras fantasmagóricas llegan a ser alumbradas por la luz del incendio frente a nosotros y veo los rostros de la miseria e ignorancia corriendo tras de mi. Una serie de cinco o seis personas vestidas harapientas, sucias y molestas gritan insultos y avientan cualquier cosa que puedan encontrar en su camino hacia el coche. Ubaldo aceleró al instante que el portón permitió pasar al gran coche patinando las llantas. Un ruido muy desafortunado que para nuestra desgracia llamó la atención de los salvajes en el terreno del frente.

Quito la vista de las personas saliendo de mi estacionamiento y me enfoco en los que vienen al frente. Por suerte los terrenos son grandes y les toma algo de tiempo llegar hasta la calle. Ubaldo sale del estacionamiento y gira inmediatamente a la derecha, tomando Avenida de las Fuentes a toda velocidad posible. Volteo por última vez a ver la casa en la que crecí. En penumbras, solitaria... y en manos de los ignorantes. Regreso mi mirada al frente y siento el coraje invadirme poco a poco hasta condensarse en una triste lágrima que cae por mi ojo derecho.

<<Pinche gobierno>>


**Notas**

La imagen al principio del capítulo es el hogar de Bernardo antes del golpe de estado.

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⏰ Última actualización: Jun 16 ⏰

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