- 𝗘𝘅𝗼𝗿𝗱𝗶𝗼 -

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- 𝗨𝗿𝘀𝘂𝗹𝗮 𝗦𝗰𝗼𝘁𝘁 -

La alarma de mi celular me recuerda mucho a cómo sonaba el timbre del instituto; no solo por el hecho de que nunca me había dignado a cambiar el tono errático y repetitivo de unos cascabeles que venía por defecto.

Sucedía que, cuando terminaba una clase, teníamos que dirigirnos a otra aula según el horario. Algunos maestros no nos permitían ingresar a sus salones hasta ofrecernos el paso primero asi que todos esperábamos de pie y como estatuas aquel "adelante, jóvenes" afuera del pasillo.

Cuando el reloj marcaba una hora en punto, todos los timbres repartidos entre los pasillos de la escuela sonaban al unísono componiendo una sinfonía que provocaba migraña a todo aquel que la escuchase; es decir, a todos nosotros desafortunados estudiantes.

En resumen: «la alarma de mi celular me recuerda mucho a cómo sonaba el timbre del instituto» porque su sonido es igual y la angustia que causan es equivalente.

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Pasé mis años de colegio en lo que consideraba una prisión de paredes de porcelana.
Cada mañana, el ruido de mi despertador era una amargura. Un recordatorio constante de la sentencia no impuesta que debía cumplir en ese lugar.

Siempre fui una estudiante promedio.
No destacaba con las más altas calificaciones, pero no era una holgazana.
Eran sietes u ochos, raras veces nueves, siempre en un discreto término medio entre capacidad y compromiso.
Mi único brillo, la única excepción era Educación Física. Sin embargo, debido a mi falta de compromiso y timidez, casi nunca participé en las competencias escolares.
Como recuerdo, solo unas cuantas medallas doradas que cuelgan en mi pared.

Hacía el esfuerzo por socializar y tener amigos con los cuales poder pasar los recreos hablando de nuestros intereses adolescentes mientras compartíamos el almuerzo, pero nunca encontraba las palabras.
Cada intento se quedaba a medias, como si se me hiciera un nudo en la garganta; todos los consideraban algo incómodo y patético.

Me hacía de oídos sordos, aunque escuchaba perfectamente cada risa, burla, murmullo y pésame. Todo aquello que pasaba por alto convenciéndome de que, tal vez, era muy complicado socializar conmigo. Trataba de comprender lo incomprensible, aceptaba toda la mierda de los demás y me la tragaba como si lo mereciera.

Sin embargo, en medio de la oscuridad que envolvía mi vida en un manto de desesperación, conseguí encontrar un faro de luz esperanzadora.
La conocí en un recreo; ambas habíamos coincidido ese día en la biblioteca del colegio, aquel lugar que ocupaba como un refugio de la algarabía del patio. Yo solía ocupar ese espacio para dibujar, y ese día mi arte captó su atención, pero fue el interés compartido por la literatura lo que nos unió. Conforme pasaba el tiempo, lo que había comenzado como una tímida charla pronto se convirtió en algo rutinario.

Más temprano que tarde, la idealicé como mi salvación. Nuestra relación floreció en la inocencia de nuestra juventud, llena de risas, secretos compartidos y promesas de eternidad. Me hacía sentir única y especial, como si mis defectos e inseguridades desaparecieran cuando estaba a su lado. Quizás era porque ella tenía todo lo que a mí me faltaba: amigos, autoestima, carisma y desbordaba entusiasmo y vida.

Cuando nuestra relación empezó, todo se veía de colores pasteles. Paseábamos por el parque cuando terminaba la escuela, pasábamos horas mandándonos mensajes de texto cuando no nos veíamos y soñábamos juntas con un futuro brillante. Ella lo era todo para mí, mi escape, la única que parecía comprenderme en un mundo que parecía darme la espalda.

𝘼𝙩𝙖𝙙𝙤𝙨 𝙥𝙤𝙧 𝙘𝙖𝙙𝙚𝙣𝙖𝙨.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora